viernes, 23 de septiembre de 2011

Hablando de Mercam


Dice Mercam que la vida es un holograma. Lo ha leído por ahí, o se lo ha creído directamente después de ver la película de Matrix, no sé.

Mercam no se llama Mercam, ni tampoco es un iluminado, ni un elegido; pero él cree que es esas tres cosas, como cree que la vida es un holograma, que estamos en un sueño permanente, y que podemos moldearlo- ese sueño, o la vida, que para él es lo mismo- a nuestro antojo.

Mercam vive en el piso de arriba, y la opinión general de los vecinos de nuestra comunidad es unánime y taxativa: Mercam está loco, pero no es peligroso.

Conocí a Mercam cuando él intentaba entrar en el ascensor con un enorme baúl de madera renegrida y astillada, de dimensiones imposibles. Yo estaba en el fondo de la caja del ascensor, en ese momento, y tan solo vi aparecer un fondo cuadrado que amenazaba con venirse hacia mí, al abrirse las puertas en el piso bajo. El primer instante de sobresalto lo salvé con una exclamación que detuvo la carga e hizo aparecer tras ella un rostro joven, de expresión alelada y barba de chivo pelirrojo. Era Mercam, claro, y me miró con esos ojos claros y saltones que nunca sabes si son de poeta, “colgado” o loco de atar.

-Perdona, tía, es que esto no quiere entrar- dijo, renovando esfuerzos por empujar el mueble.

-Casi mejor si, primero, me dejas salir- respondí en un alarido ahogado de puro pánico.

Cedió el bloqueo, y salí del ascensor para descubrir a Mercam por entero, rodeado de todos sus bártulos. Vestía algo que había sido una camiseta, pero que había trasformado en un expositor de chapas reivindicativas, unos tejanos cuya mugre ocultaba el desteñido- o al revés- y un sempiterno pañuelo palestino que rodeaba su delgado cuello de avechucho migratorio. Sudaba por el esfuerzo, y se pasó una mano pálida por la frente despejada.

-Oye, sí, disculpa; estoy un poco colapsado. Tengo que subir esto y…- se explicó contrito.

-No pasa nada- acepté, con una sonrisa cordial, alejándome ya hacia la calle.

Pasaron dos días en los que no me acordé más de Mercam salvo por los ruidos estruendosos del piso de arriba. Al tercero, apareció en mi puerta a las nueve de la noche, con un vaso de plástico verde hasta arriba de cava barato y una sonrisa de oreja a oreja.

-¡Hola, vengo a invitarte a mi fiesta de inauguración!; si quieres subir, estás invitada- me espetó de corrido, satisfecho.

No sabía qué creía estar inaugurando, pero me había pillado en uno de mis momentos de soledad sádica y autocompasiva, y me apetecía el contacto humano; cualquier contacto humano. Además, estaba claro que pronto empezaría a oírse aquella música de cítara y aquellos golpeteos tan parecidos a saltos y danzas bárbaras que ya conocía y no podría dormir; así que sonreí, agradecí y acepté, y él aprovechó para pedirme que, si tenía un poco de embutido o “cualquier cosa” para picar, lo aportara para la juerga.

Esa noche empezó nuestra amistad, y mi amistad con algunos de sus amigos. No sé si para ellos soy la rara, pero cada uno de ellos podría ser el raro de su comunidad.

Desde entonces, mantenemos una extraña relación en la que nos ignoramos hasta que volvemos a encontrarnos por la escalera o en la entrada del portal, y empleamos ese instante para quedar en vernos. O eso, o Mercam llama a mi puerta, infaliblemente apenas acaba de darme el “bajón” existencial, y me rescata con sus insensatas locuras. Para eso son insensatas.

El resto de vecinos lo llama “el perro-flauta”, pero no es un “perro-flauta” al uso. No va de okupa, paga religiosamente su alquiler y cumple en lo básico con la comunidad; aunque acabe detenido en las dependencias policiales, cada vez que hay manifestaciones de cualquier tipo, en la ciudad. En esas ocasiones, vuelve de madrugada o al amanecer, cansado y oliendo a expresidiario, y se detiene en mi piso para que le sirva una taza gigante de café que lo relaje, antes de irse a dormir. Es la única persona que conozco a la que el café le tranquiliza hasta el punto de dejarle sumido en un sueño repentino…; sí, lo han adivinado, esas noches se queda dormido en mi sofá, pero primero se queja en voz apenas audible de la trasgresión de su karma al interponerle siempre en el camino de las “manis” sociales, de las filas de contención de los agentes del orden, y de las porras antidisturbios que conducen hasta los furgones policiales. A mi pesar, me enternece verle dormir acurrucado como un niño larguirucho y exhausto.

En nuestras largas conversaciones, Mercam me ha contado que la vida y sus incidencias se te hacen más fáciles si las dejas fluir, como si todo fueran pequeños eslabones que conducen solo a otro pequeño eslabón de la misma gloriosa cadena. No sé si a fuerza de oírle o porque no tengo otra teoría mejor, pero me ha dado por creerle y por intentar probar lo que dice; y, aunque nunca lo reconoceré en su presencia, debo admitir que tiene razón en que las cosas parecen preferir ir de cara, cuando te tomas la vida con más relajo y menos a la defensiva. Mi vida es mucho más plácida desde que Mercam vive en el piso sobre el mío.

También es cierto que me saca los colores cuando debo detenerme a hablar con él o saludarle, mientras está en una de sus actividades alternativas en plena calle. Me exaspera que algún otro conocido me vea hablando con él, aunque ese prejuicio propio me avergüence de mí misma. El otro día, por ejemplo, me lo encontré al volver a casa colocando pegatinas en las farolas.

-Son para una conferencia, vamos a hablar de los niños índigo y nuestra misión en la Tierra- me soltó, como si anunciara una reunión para vender “Tupperwares”.

-¡Ah!, ¿y donde es?- me sentí obligada a preguntar, aunque ignoraba qué son los “niños índigo”, y qué era eso de la misión en la Tierra.

-En mi casa- dijo con total normalidad- Tengo previsto que asistirán unas doscientas o trescientas personas- añadió, sin dejar su absorbente tarea.

Sus previsiones le fallaron, o los debatientes sobre los niños índigo son inusualmente silenciosos y considerados con los vecinos, además de increíblemente adaptables para ubicarse por cientos en sesenta metros cuadrados, porque el día señalado no se oía trasiego de gente, ni en el piso de arriba ni en la escalera. Estuve mirando al techo, esperando el simple susurro de unas voces o algún tono más alto de lo normal, mientras investigaba qué eran los misteriosos “niños índigo” por internet. Concluí de mi investigación que el tema era una chorrada, pero que el nombre es bonito y la teoría atrayente. Podría explicárselo, pero averígüenlo ustedes, es divertido.

Descubrir que Mercam se considera un niño índigo, con misión en la Tierra y todo, no me altera. En el año y medio que lleva viviendo en la misma finca, le he oído decir que atravesó el Himalaya en un sueño lúcido, para encontrarse con el espíritu del anterior Dalai-Lama; que, siendo aún adolescente, intentó convencer al visionario Paco Rabanne, mediante telepatía, de que se equivocaba en sus cálculos de que el mundo terminaba cierto día y con la explosión en los cielos de la Torre Eiffel; o que los avistamientos de ovnis son un fraude, porque los alienígenas no son más que “seres de luz” que se autotransportan sin necesidad de naves. Pero, a veces, dice cosas tan sorprendentemente coherentes y luminosas que te deja sin aliento.

Me gusta subir a su casa, siempre llena de cachivaches, figuras hindúes, papeles amontonados que parecen libros, cortinas de cuentas de brillantes colores, velas aromáticas y posters políticos revolucionarios. Es una amalgama que casa bien, si no te fijas en la falta de higiene y en la edad y estado de los objetos. Me hace sentar en el suelo, sobre la multitud de cojines que aglomera en un rincón, y bebemos té hirviente de indefinido sabor y fragante aroma, con los codos apoyados en el baúl gigantesco que casi me empareda una vez, mientras charlamos.

Mercam cree que la vida es un holograma, que proyecta una invisible y omnipotente única energía, donde residen las mentes de todos nosotros, de todos los seres, de toda existencia. Cree que cada uno de nosotros, como independientes y a la vez inseparables partículas de ese Todo, “imaginamos” o creamos nuestro transcurrir, interrelacionando con las mentes de los demás, que experimentan el mismo sueño en esta consistencia material a la que llamamos mundo, y que tanto desconocemos. Cree que, por eso, podemos influir en lo que nos pasa, en cómo es la realidad, en lo que sucede a raíz de cada acto o cada palabra, porque nuestra misión es tomar decisiones, en función de las cuales este mundo es mejor o peor, por el influjo individual o colectivo. Les juro que nunca le he visto tomar alucinógenos, ni tampoco me los ha ofrecido, y que tengo la sensación de que el té es solo té, aunque sea incapaz de reconocer sus distintos sabores…Pero, cuando le oigo hablar de esa manera, me quedo pensando que tal vez esté en lo cierto, y sepa más que todos los racionalistas del mundo porque, al menos, sus particulares teorías hacen oscilar mi visión del ser humano desde las insignificantes criaturas que nos sentimos la mayor parte del tiempo hasta partes integradas e integrantes de este cosmos inexplicable que llamamos “sentido de la vida”. Sé que no todos pueden comprender lo que digo, que mis vecinos votarían en la próxima reunión que nos desalojaran a él y a mí, si nos oyeran…, pero Mercam, aunque no esté en lo cierto, sabe mucho más del alma humana y la amistad que cualquiera de ellos. Y, a lo mejor, la vida es un holograma en el que me gusta verle incluido.

jueves, 22 de septiembre de 2011

El Maestro de Sueños


A veces, ella casi creía que el abuelo Antonio había sido un sueño. Un personaje mágico de la infancia, como el hada madrina, o el Ratoncito Pérez, con quienes había creído hablar de muy pequeña, en las duermevelas. De cualquier modo, era muy posible que le tuviera idealizado, pero el resultado, en su vida, era el mismo.

Cuando tenía dos años, el abuelo Antonio la sentó en su regazo y puso frente a ella el primer lapicero y el primer folio de papel pautado. No le dejó hacer garabatos de bebé, sino que guió su pequeña mano para formar las letras del abecedario. Antes que una cara de muñeco, aprendió a formar el círculo con “rabito” de la letra “a” minúscula. Fueron meses de ensayos ilusionados para aprender a escribir, como parte de un juego plácido, con la voz suave y cariñosa del abuelo susurrando indicaciones junto al oído, durante las serenas tardes de un verano barcelonés, perdido en el recuerdo.

Cuando, con tres años, llegó a su primera clase de párvulos, la maestra no quiso creer que ya sabía escribir. Fruncía el ceño la mujer, negando con la cabeza ante aquella niña terca y mentirosa que decía que ella prefería escribir en un cuaderno que rellenar de colores unas imágenes infantiles. La plantó de un estirón frente a la pizarra, le entregó una tiza, y le espetó agriamente un burlón: “enséñanos lo que sabes, venga”, ante la clase. La mano de la niña apenas sí alcanzaba el borde la pizarra y en su vida había visto un trozo de tiza, pero la movió sobre la negra superficie y consiguió formar una “n” pequeñita, diminuta, que hizo seguir de una “e”, torpemente enlazada y algo torcida, que a su a vez se unía, declinando peligrosamente hacia el marco de la pizarra, a otra “n” y una “a”. Con un suspiro de orgulloso alivio, se giró hacia la maestra de parvulitos y consiguió sonreír, aunque había estado a punto de llorar. Pero el rostro de la mujer seguía ceñudo, y mantenía los brazos en jarras, como si ella – la niña- hubiera hecho algo muy malo.

-¿Qué pone ahí?- preguntó airada.

Y, ella, mirando otra vez la pizarra, musitó con su media lengua de niña pequeña y confundida: -“Nena”, ahí pone “nena”, que soy yo-

Y la clase estalló en carcajadas; pero la maestra no volvió a regañarla, ni a ponerla en evidencia. Eso lo sabía ahora, aunque aquellas primeras incursiones en la escuela habían sido un martirio. A ella lo que le gustaba era sentarse junto al abuelo Antonio y practicar con él la escritura, con infinita paciencia; cada letra era una filigrana que se perfeccionaba lentamente, a fuerza de no apretar el lápiz, de medir los tamaños y cuidar de no torcer las líneas. También esas escenas parecían a veces un sueño.

A los diez años escribía sus propios cuentos, en los que las niñas cerilleras no morían congeladas de frío en la calle, como en el cuento de la radio que tanto la hizo llorar, y las princesas se volvían reinas sin otorgar sus tronos a sus apuestos esposos. Se los enseñaba a escondidas al abuelo, porque se moría de vergüenza de que sus padres vieran sus escritos. Él le guardaba el secreto, y hasta fingía que lo que veía era un dibujo u otro trabajo del colegio, por el que la felicitaba, sonriendo socarronamente, mientras el orgullo por la nieta se le salía por los ojos. Por él se animaban sus fantasías, nacían sus historias, se afianzaba en la confianza en sí misma. “No lo dejes, nena, lo haces muy bien”, le decía, releyendo una y otra vez sus escritos, prestándole sus libros, corrigiendo algún fallo.

Volaron los años de la infancia, entre juegos reales e imaginados, sueños de un futuro donde crear sería parte de la vida y nuevas experiencias que se abrían paso como a codazos. Y la figura del abuelo seguía siempre ahí, de fondo, como una presencia entre real y etérea dando apoyo.

Un día le preguntó: -¿Crees que podré ser escritora, abuelo?-

Él respondió, mirándola fijamente y con mucha seguridad en el tono: -Podrás ser lo que quieras ser-

Ahora, varias décadas después, entendía por fin que el abuelo tenía razón: siempre es uno o una lo que quiere ser, aunque crea que no es así. Él también le había aconsejado: “Pase lo que pase, hagas lo que hagas, no reniegues nunca de tus sueños; lucha por ellos porque así empiezan a ser realidad”.

Quizás no había sido escritora, quizás ni siquiera siempre fue feliz; pero tenía algo que había heredado del abuelo y que no la dejaba desfallecer: se sentía maestra de sueños. Él fue su maestro de sueños, y gracias a él siempre podía volver a sonreír.

jueves, 8 de septiembre de 2011

LA RABIA


















Roja, a veces negra. Como la sangre derramada. Llega y ocupa su mente, desbordándose, desterrando cualquier otra sensación, oprimiendo su vida. Incluso acalla a esa vocecilla ahogada que le grita que no se deje dominar por ella, en su interior. No puede controlarla en cuanto la deja hervir en sus venas, acaparar recuerdos y transformarlos en dolor, en miedo, en tristeza. Después es ira, contra todo y contra todos, incluido él mismo.

Está harto de la rabia. Está harto de su inutilidad, del rastro pegajoso de impotencia que deja en su ánimo, de ese arrastrarlo al pasado y obligarle a revivir el dolor que es ahora su presente. Está harto del silencio con que debe ocultarla, de sujetarla a flor de piel, de las lágrimas, la violencia que destila y que solo desfoga en sí mismo. Está harto de que le fustigue el alma como un látigo corrosivo y cruel, como un virus contagioso.

Cuando se mira en el espejo (cada vez menos), solo ve ese rictus que la presagia, un reguero amargo que desciende junto a los labios, oscureciendo el rostro, impidiendo la sonrisa. Por eso apenas se fija en la imagen reflejada, pasando como de puntillas, tratando de obviar la dureza en la mirada, la tristeza del fondo de sus ojos.

Lo peor de todo es que ha empezado a mirar de la misma forma a todos los demás, conocidos o desconocidos. Se convierte en una sombra que rehúyen, por su gesto hosco, sus modales distantes, la agresividad temerosa del tono….Y duele, pero ella, la rabia, lo cubre todo, lo iguala bajo su capa de homogénea simplicidad….La vida es dura, la gente es mala, estás solo…

Mira en torno, alarmado, cuando comprende que ha pronunciado en alto las últimas palabras de su amarga reflexión. Sigue sentado en la anónima terraza de un bar, no hay más mesas ocupadas, va con prisas el camarero en el interior del local, unos metros más allá. Está a punto de dejar escapar un suspiro de abochornado alivio, cuando una voz lo sobresalta a su espalda.

-Disculpe-

Se gira, para descubrir que ha pasado por alto la mesa de atrás, donde una sonrisa dulce despega unos labios ajados. No habría reparado en ese rostro corriente, de mujer mayor, aunque lo hubiese tenido delante. Ella se inclina hacia él desde su asiento, y frena súbitamente su ademán de ir a obviarla.

-Solo quiero informarle de algo que puede ayudarle- le susurra confidencial.

Él la mira sintiendo el ácido incontinente de la rabia, por lo que juzga impertinencia. Algo en esos ojos grises, empequeñecidos por redes de arrugas que los rodean, le obliga a quedarse prendido de esa mirada, en silencio, lo que da ocasión a la mujer a seguir murmurando:

-Cuando tenga esos pensamientos, imagine una bola en su cabeza que los contiene. Tome mentalmente esa bola y láncela lejos, donde quiera. Véala caer en un erial, en un pozo, en medio de un campo lejano…Da igual, ya no estarán dentro de usted, martirizándole. Entonces verá que todo no es como esos pensamientos le dicen, y que no es tan difícil librarse de ellos.-

“Otra loca”, pronuncia silenciosa y lapidariamente la inflexible voz del látigo de su cabeza. Pero algo se ha iniciado, un proceso de desafiante esperanza, enarbolada por su hartazgo de amargura.

-No le entiendo- contesta distante, sin embargo. Y la mujer sonríe más, y su mirada comprensiva y tierna le atrapa aunque se resiste.

-Si me entiende- dice ella, y se levanta lentamente para irse. Toca su hombro al pasar junto a él, apenas un roce casual, y él solo puede quedarse mirando como la desconocida se aleja acera adelante, dejándole un extraño sentimiento de añoranza.

Lo piensa mientras sigue sentado y la cerveza que queda en su vaso se calienta al sol de mediodía. “¡Bobadas!”, grita furiosa la rabia en el interior de su mente; y llega de nuevo, arrolladora, devolviéndole todo el dolor oculto de su realidad personal. Invoca entonces otra imagen, como en un juego. Es una gigantesca bola que devora las emociones que le hieren; las ve, contenidas como prisioneras en una inmensa pompa de jabón. Una flexible, resistente y compacta pompa de jabón que unas manos invisibles empujan lejos de él, lejos de su sentir, y a la que ve caer más lejos, en un mar remoto, surcando el cielo de la ciudad. Una irónica sonrisa le estira los labios, sin que se dé cuenta. Sigue imaginando el deambular de esa bola lejana que contiene su dolor, su frustración y su agonía. Sabe que volverán, liberados por su descuido, y sabe que volverá a encerrar esos sentimientos en otra bola mental que puede lanzar lejos, donde quiera, apartándola de él. Y de repente lanza una sentida carcajada que afloja sus brazos cruzados y su pecho oprimido. Ríe, sentado y solo en la terraza del bar, mientras desde el interior el camarero le lanza miradas de oblicua sospecha y piensa: “otro loco”.