lunes, 2 de enero de 2012

Historias de terror cotidiano- El pájaro


La jaula es cuadrada, pequeña, mediocre. El pájaro canta y se mueve en ella, saltando de palito en palito, como si no le importara la limitación de espacio. El niño lo mira con expresión compungida y aprensiva, lamentando ese encierro. No puede quitar los ojos de la jaula, mientras oye los trinos, preguntándose cómo puede cantar el pájaro si es tan infeliz como prisionero. Su infantil corazón se encoje de tristeza por ese animal enjaulado.

El pájaro sigue entonando su melodía, aunque no sabe que es una melodía. Tampoco sabe que está encerrado, ni le importa, como no sabe ni le importa que el niño le mire. Ausente de esa otra realidad humana, el pájaro es feliz porque se sabe vivo, nada más. Da saltitos vigorosos donde puede darlos, trina porque le impele su instinto y disfruta de su rutinaria comida, su poquito de agua y su monótona existencia. Se amolda a sus límites porque no los nota.

El niño siente cada vez más tristeza por ese pájaro que canta tan bien y no puede volar. Él lo imagina libre, surcando los cielos, posándose en los árboles de un bosque lejano, con otras aves. Él, lo imagina creando su nido en una rama, cuidando de una pareja y una prole, como le han enseñado en la escuela y los documentales de la tele. Le gusta el pájaro de la casa de la abuela, pero sufre por él en cada visita. Si se atreviera…

Transcurre la tarde, charlan los adultos sentados en el sofá, finge jugar el niño sobre la alfombra, reparando más en la jaula del pájaro que en sus juguetes. Ese trinar esporádico le pone nervioso hasta sentir cierta irritación por ese pájaro que no se sabe si pide ayuda o canta de dicha. A él, al niño, le suena a sirena de alerta, a grito de socorro, a libertad coartada. Quiere liberar al pájaro, verle huir, que se acaben esos trinos agudos, aflautados, inmisericordes.

En cierto momento, los mayores se levantan y cambian de habitación, y el niño aprovecha para acercarse a la jaula. El sol se oculta, rojizo, incendiario, tras los visillos de la ventana, y el pájaro gira su cabecita hacia él, hacia ese espacio que nunca henderán sus alas, en busca de libertad. Indiferente, rasca con el pico entre el plumaje de su nuca, sacude el cuerpecillo como en un espasmo, vuelve a saltar. El niño agarra los barrotes oscuros con sus deditos gordezuelos, tienta el portillo de la jaula, observa al pájaro con la pena agolpándose en sus ojos de pequeño humano.

Mira hacia atrás, y ve a los mayores entretenidos en la otra habitación. Su mirada se traslada entonces hacia la ventana, mientras avanza ya una manita trémula hacia la manija del pestillo. Un viento suave le da en la cara, cuando abre la hoja de la ventana. Huele a humo y aire fresco. “¡Suéltalo!”, dice una voz en su cabeza, y se le acelera el pulso y los latidos en el pecho, en tanto una mueca de determinada decisión le cambia el rostro.

El pájaro no ha podido resistir la inercia del vacío. La jaula colgaba, inclinada y con la portezuela abierta, sobre el quicio de la ventana y, el animalito, empujado hacia el exterior de repente, solo ha podido seguir la fuerza de su instinto de especie y echarse al vuelo. Aletea torpemente unos segundos, girando sobre sí mismo, hasta que parece orientarse y asciende en el aire alejándose del edificio que ha sido su hogar y su prisión durante la mayor parte de su vida. Un miedo maquinal le desorbita la mirada de ojos saltones, agita las alas con aspecto fatigado, pero ya no le ve el pequeño humano que le ha lanzado a esa enormidad espacial que le desconcierta y le asusta.

Sonríe el niño, devolviendo la jaula vacía al gancho de origen, junto a la pared. Regresan los mayores, y la abuela lanza una exclamación alarmada, mientras unas manos zarandean ya al pequeño reclamando explicaciones. “Quería que volase, mamá”, replica él, muy ufano y tranquilo tras la hazaña.

La noche ha sido fría, y una resbaladiza escarcha da brillo a las aceras. Amanece, y solo la escoba de los barrenderos madrugadores rasga el sueño de la ciudad aún dormida. Entre la hojarasca, los papeles y el polvo del suelo, el cepillo arrastra hasta el recogedor un cuerpo flácido y pequeño. Está gris el plumaje, de suciedad y vencida impotencia; el pájaro está muerto, aunque nunca supo porqué. El niño tampoco.

domingo, 1 de enero de 2012

Ser, pensar y pensar que se es




Leo a un amigo, de los de internet, hace un año. Leo lo que él escribía justo hace un año; quizás un año y un mes, bueno. La cuestión es que le leo, o le releo, en una de esas reflexiones que uno o una solo hace por las noches, cuando está solo o sola, cansado de sentirse solo o sola y bajo los efectos del alcohol, o no.

Lo del alcohol es subsidiario, pero lo de estar harto y lo de estar solo en la noche es imprescindible. Si no, no escribes sobre tus “yos”, no los ves, no les haces caso, porque crees ser solo el que “se arrastra” de un sitio a otro, de una obligación a otra, de un envaramiento a otro, como si no pasase nada en tu interior.

Por la noche, cansado de soledad en compañía y harto de fingimientos diurnos, es cuando ese “otro yo”, que es el verdadero, empieza a golpear en esa cajita que llamamos mente, queriendo salir, llamándote idiota y diciendo que lo haces muy complicado, siendo todo más sencillo. Habla mi amigo, de los de internet, de sus dudas existenciales, al presentir más de una “personalidad” en sí mismo. Se pregunta si solo le pasa a él. Me urge contestarle, aunque ya lo hice en su momento: no, Juanito, no te pasa a ti solo. Hecho.

Y no es que estemos esquizofrénicos todos, que podría ser. Es que somos así o, mejor dicho, nos hemos hecho así.

Nos hemos hecho así de tanto ser los “yos” mentales. Los que la mente moldea y a quienes les dice: “has de hacer esto”, “deberías de”, “no tendrías que”. Eso somos, la mayor parte del tiempo. Cómos, cuándos, porqués, deberes, trámites y estereotipos.
Y, claro, si por la noche, cuando tu mente asume que puede detenerse un poco, bajar la guardia, dejar de darte órdenes, te paras a “pensar”, en lugar de echarte a dormir, rendido perdido, es cuando escuchas a ese “otro yo”, que eres tú, llamando como poseso para que le tengas en cuenta.
Y es cuando se lía la cosa, porque la mente, somnolienta y todo, cansada y todo, no deja de mandarte ese otro holograma, el que sirve durante el día, de “mindundi arrastrao, donde vas tú, piltrafilla”…El contraste es pasmoso, y llega el vértigo.

Porque, tu otro yo, el que vive confinado, acaparado por esa visión cotidiana, te dice todo lo contrario. Te dice: ¿quieres vivir?, vive. ¿Quieres ser libre?, ¿quién te lo impide?, tú mismo. ¿Quieres amor?, ama. Y la mente, tan lineal ella, venga mandar formas. Formas en forma de imágenes, de clichés, de normas, de carencias, de exigencias…”Te falta de esto, te sobra de aquello, no tienes bastante”…, y para que ya no levantes cabeza, añade: “¿cómo vas a conseguirlo?, nunca lo tendrás, aquello lo has perdido, lo otro no llegará…”. Barreras, barreras para crear problemas. ¿Hacen falta? ¿Realmente, necesitas más de algo material, de algo externo, más que entenderte a ti mismo, quererte a ti mismo?

Si te paras, si te escuchas, crees que tienes más de lo que pensabas. Más fuera y dentro de ti mismo. Más fuerza de la que crees, para haber llegado dónde estás. Más ganas de las que crees, para haber conseguido esas fuerzas. Más factores que te ayudan, o no habrías tenido ganas ni fuerzas…Eres más de lo crees, de lo que tu mente te dice. Pero no te escuchas y, cuando lo haces, dudas de lo que te dices. Dudas de ti mismo. O de ti misma.

Claro está, escribo esto de noche, en mi cómoda intimidad y sin haber probado gota de alcohol, esta vez, palabra. Si fuera de día, pensaría lo que muchos que lean esto, de día, pensarán: “todo es una mierda, más vale no darle vueltas”. Y la otra yo, la que es de verdad, estaría intentando quitarse de encima el peso muerto que es la mente racional, material y descontenta…, eternamente descontenta.

No es la noche, no es pensar, eres tú.

Nota: Para que veas que sí te leo, Juanito.