lunes, 30 de abril de 2012

DE "Historias de terror cotidiano"- Por una horquilla


Lo encontré por una horquilla, sí. Habíamos ido a casa de mamá para recoger sus enseres, limpiar un poco…, en fin, esas cosas que hay que hacer cuando alguien cercano muere y no queda más remedio, pero a las que una se resiste y por las que deja pasar el tiempo. Y el duelo, aunque sea negado como en mi caso.

Amelia, mi hermana,  llevaba mucho persiguiéndome con el encargo, pero yo me hacía la ocupada, demostraba mi disgusto ante la idea… ” ¿No ves lo liada que estoy?, déjalo estar, no corre prisa”, le decía. Hasta que ese día me atrapó, me dejó sin excusas y con las defensas bajas, y fuimos. Ahora, Amelia circulaba por la casa con gesto contenido y actitud afanosa, mientras yo me dedicaba a hacer ver que doblaba un montón de ropa abandonada, en la sala de estar.

Los recuerdos, como me temía, me asaltaban desde cada rincón de aquella casa. Años de creerme una adulta de espíritu fuerte y nada dada a ñoñerías sentimentales, y todo eso se venía abajo de un plumazo por entrar de nuevo allí. Estaba enfadada con Amelia, por haberme convencido al fin, y conmigo misma por haber transigido y por sentir aquél estúpido nudo en la boca del estómago. Doblaba las prendas sin fijarme en ellas, sin querer darme cuenta de su textura, sin querer pensar que habían estado en el cuerpo ausente de mi madre, resistiéndome a la idea de que no eran mis manos las que tenían que guardarlas, ni de la inutilidad del gesto. Me aferraba a mi mal humor para no dar paso al insistente vaivén de los retazos del pasado.

Y en esas estaba, cuando pasó Amelia, agarrada a un viejo álbum de fotos como a una tabla de salvación, o a un tesoro.

-¡Mira que he encontrado, el viejo álbum de papá!... ¿vienes a verlo?- me dijo, sonriendo pero con la lágrima puesta y lista para saltar de sus ojos nerviosos.
La miré ceñuda, tomé otra prenda del cesto y empecé a agitarla como si la espolsara en vez de doblarla.

-¡No empieces ya, Amelia! ¡Hay mucho trabajo aquí para ir parándonos con nostalgias a cada paso! ¡Así no acabaremos nunca, y te advierto que yo no pienso volver!...- le espeté, airada.

Bajó la cabeza y se fue con su álbum, porque me conoce bien. Al instante, mi mal humor había aumentado por culpa del arrepentimiento por hablarle así.  La exasperación me hizo soltar la prenda, exhalé  un bufido frustrado, me rasqué nerviosamente la cabeza…Y ahí fue cuando la horquilla se escapó de mi pelo y fue a parar debajo de la mesa camilla.

Me agaché a cogerla, levantando los flecos del mantel gastado, y la vi enseguida, incrustada a medias en la junta entre dos baldosas. Al acercar los dedos, una de ellas se movió y, al intentar sacar la punta de la dichosa horquilla, un lado de la baldosa se levantó como impulsado por una palanca. Pacientemente, acabé de levantarla para recolocarla en su sitio pero, entonces, vi que debajo del cuadrado de cerámica había otro bulto rectangular, oscuro y algo hundido en el hueco, mayor de lo previsible. Confieso que dude en sacarlo, pero lo hice por pura lógica más que por curiosidad. Era un librito de tapas de cuero, tal vez negras en su día, ahora marronosas por acción de la tierra bajo la baldosa, el tiempo y el continuo roce de unas manos desconocidas. Lo abrí; era un diario, de mi madre.

El resto de aquella tarde podría haber sido una masa brumosa en mi cabeza, como un sueño, o no haber existido simplemente. Me senté junto a la ventana y empecé a leer, y el mundo se convirtió para mí en lo que decían aquellas líneas y lo que significaban esas palabras, comparando con ellas mi idea sobre quién las había escrito. Mi madre nunca fue una persona afectuosa; no es que fuese una mujer insensible o exigente, pero sí tenía una severidad, una manera de mantenerse distante y de hacer sentir aquella distancia que de niña me intimidaba y de mayor llegué a aborrecer. Iba siempre a lo concreto, sin gestos inesperados ni palabras innecesarias. Evitaba las muestras de afecto, se envaraba ante las de los demás; no recuerdo de ella ni un atisbo de ternura, ni un momento sentimental, ni una sonrisa cómplice o tranquilizadora. En los buenos momentos parecía desaparecer en un rincón y, en los malos, era una presencia severa que parecía enjuiciar con su silencio, por mucho que hiciera para solventar el apuro. Eso aprendí de ella, y por eso quienes me conocen me consideran una mujer fría y práctica, sin demasiadas concesiones a apartarme de la más cruda realidad. Siempre creí que así me acercaría a mamá, pero nuestros parecidos caracteres fueron lo que más nos separó.

Por eso, no podía dar crédito a lo que empecé a leer de su puño y letra en aquél diario secreto, desde la primera página. Empezaba el día después de mi nacimiento. El encabezamiento iba dirigido a mí: “Querida Silvia” y, a partir de entonces, retrataba los sentimientos más tiernos, alegres o dolorosos que una mujer pueda tener, comenzando cada página con mi nombre, como si hablara conmigo. No hubiera dicho que aquello perteneció a mi madre, de no estar tan segura de que se trataba de su letra, de que hablaba sobre ella y nosotros, su familia, y de que era nuestra vida la que veía desfilar, desde aquél enfoque tan personal: Mi primera infancia, detallada con mimo y afecto; el nacimiento de mi hermana y la preocupación de mi madre por mis posibles celos de hermana mayor y destronada; sus desvelos por cada una de nuestras enfermedades infantiles; los de cada disparate que cometíamos o cada discusión con mi padre que la alteraba…Una secuencia tras otra de mujer sensible, amante, entregada, mientras crecíamos. ¡No parecía la madre que recordaba, pero había sido ella! Lágrimas y risas, travesuras que la habían trastornado o divertido, orgullos maternos ante pequeños logros míos o de Amelia… ¡todo lo que nos había negado, todo lo que nunca nos demostró, estaba allí!

Oscurecía cuando acabé de leer y ni siquiera me había dado cuenta de la retirada de la luz. Cerré las viejas tapas y me quedé paralizada, con el librito entre las manos, acariciándolo como si fuera un pequeño cuerpo vivo. Lo era para mí; más vivo que todo lo que había vivido en tantos años junto a mi madre. Tampoco me di cuenta de que las lágrimas corrían libres por mis mejillas, hasta que Amelia irrumpió en la habitación y dio la luz. Se quedó en el marco de la puerta, de golpe anonadada ante mi presencia y mi aspecto.

-¿Estás…llorando?- silabeó incrédula.

Me apresuré a limpiar mi cara, torpemente, con las manos. Me puse en pie mientras me esforzaba en contestar, en mi habitual tono displicente:

-¡Ya ves, yo también soy humana, a veces!-

Amelia estaba tan sorprendida que ni se le ocurrió indagar más por la causa de mi llanto, ni intentó replicarme. Me observó, boquiabierta, con algo de preocupado gesto vigilante, mientras yo me recomponía rápidamente y me alejaba con la enorme pila de ropa hacia el armario. El diario iba camuflado entre las prendas y mi pecho; no quería hablarle de él, no quería compartirlo, iba dirigido a mí, lo había encontrado yo…. ¡había encontrado a mi madre!

sábado, 21 de abril de 2012

Un Premio muy estimado

Este Blog ha tenido el honor y,sobre todo, la agradable sorpresa de recibir un Premio otorgado por la compañera del grupo de Amigos del Equipo Editorial de Suite101, Alma Delia Chávez Rojas.

La sorpresa es recibir el aprecio y la valoración de amigos y profesionales. El honor, compartirlo con los blogs de otros tantos amigos y buenos escritores.

Es por eso que hago mención aquí de este modesto galardón, que no por ser pequeñito me alegra menos.

¡Muchas gracias!

PREMIO "TU BLOG ME INSPIRA"

Candela Vizcaíno (el blog de Candela Vizcaíno), Eduardo Sánchez Hidalgo (el gerundio del ocio), Antonio del Olmo (escuela culinario de Del Olmo), Mayra Cabrera (relatos caninos), Joan Montané Lozoya (forogam), Lola Romero Gil (voces de la atlantida), María Eugenia Mendoza Arrubarrena (aldea de las letras), Daniel Martín (alas del espectador), Juanan Nuevo (el yeti mesetario) y @ Caroline Tricot (cerebro y enfermedades)

domingo, 8 de abril de 2012

Gente buena, o la amiga ciclista de Mercam


 Gracias a O. Fernández Berrios por las fotos y su confianza.


Tiene una amiga mi vecino Mercam que me llamó la atención desde que la vi en una de esas esporádicas reuniones del piso de arriba. Se llama Oli, no sé si de Olivia, o de Olga, pero no es su nombre lo que más resalta en su personalidad, sino su entusiasmo. Es de esas personas que siempre van con una sonrisa simpática en los labios.


Oli  es inquieta hasta cuando está sentada, pero no con esa inquietud que cansa a quien la observa, sino más bien contagiosamente animosa. Te dan ganas de oír lo que dice, intervenir en lo que habla y participar de lo que propone. Es andaluza, y de las pocas cuyo acento no impide que la entienda con la limitada comprensión de mi seco castellano de Cataluña. Será por su procedencia, que alza la voz un poquito demasiado cuando se expresa, sobre todo cuanto más entusiasmada o divertida está con la conversación. Se le perdona el defectillo, porque lo que dice suele ser gracioso (de verdad) o incluso interesante. Es muy blanca de piel, de ojos claros y rostro expresivo, aniñado, pelo muy corto y un cuerpo de atleta no muy alta, que le confiere un aspecto de lozana “giri” alemana, por lo menos.

Bueno, pues he visto a Oli tres o cuatro veces en casa de Mercam, y nunca me deja indiferente. La encuentro ocurrente, simpática, jovial y generosa; y ahí es donde quería venir a parar yo, a lo de generosa. Oli, dicho por sus amigos que no por ella, pertenece a no sé cuantas asociaciones y organizaciones altruistas. Ayuda desinteresadamente a los niños y mujeres de las zonas más desfavorecidas de  Marruecos, El Sahara, Irak o Afganistán, a los damnificados protegidos por un montón de ONG’s variopintas, a todos los que tienen algo injusto que denunciar, y a quienes los Bancos o el Gobierno pretenden desahuciar de sus casas, en cualquier barrio. Ahora, en estos tiempos, anda metida, desde luego, en lo del movimiento 15M, entre otras historias humanitarias y sociales.

De dónde saca esa chica tanto tiempo y tantas ganas es un misterio. Porque, además, es fotógrafa, periodista “freelance”, aficionada a las rutas ciclistas, dibujante, y colaboradora de un montón de actos sociales en pro de otros tantos beneficios comunitarios. Solo hace falta pasearse por su web, su Twitter, su muro de Facebook…Sí, ya sé, parece que la he ido espiando, cual chismosa fan deslumbrada, y la he “espiado”, solo porque me fascina tanta capacidad de trabajo y dedicación, sin dejar de parecer que disfruta en la vida.

A veces, me la he cruzado en mi escalera o al entrar o salir del portal. Apenas nos conocemos más que de las coincidencias en el piso de Mercam, pero siempre se para a saludarme, con esa alegría que desborda, como si encontrase a una vieja amiga, y esa infatigable sonrisa de niña. Su acento andaluz y su vehemencia siempre me hacen sonreír, pero me alegro sinceramente de detenerme a hablar con ella. En ocasiones, aparece con su atuendo de ciclista, casco, rodilleras y coderas incluidas, y sonrío con más admirativa diversión.

El otro día, la vi recuperando su bicicleta de un poste de la calle, donde la había asegurado. Aceleré el paso para hacerme la encontradiza y, antes de que montara y se fuera la llamé, sonreímos las dos y nos pusimos a charlar junto a mi portal. Llegó en ese momento la vecina del segundo, la señora Mercedes, cargada con dos enormes bolsa de la compra y un carrito que parecía que iba a volcar, de tanto peso. Oli se apresuró a interrumpir nuestra conversación para ofrecerse a ayudarla, con su habitual desparpajo.

-¡Ay, “zeñora”, que así se va usté a cargar la ezparda en dos días, “corasón”!- le dijo,  arreando ya con el asa del carro bajo un brazo poderoso y las dos bolsas en la otra mano. 

Entramos las tres de vuelta al portal, metió Oli toda la carga en el ascensor, y se despidió de la vecina, que se deshacía en agradecimientos y elogios. Me despedí también de Oli, quién salió con la energía de siempre, y acompañé a la vecina en el trayecto ascensoril. Iba yo orgullosa de mi casi amiga, y aún le duraba a la vecina la sonrisa satisfecha, así que comenté:

-¡Es muy buena chica!-

La mujer asintió, pero se quedó como pensando y, ya cuando las puertas se abrían en su piso, me susurró con aire confidencial:

-Sí, pero no me gusta, ¡es una lesbiana!-

Fue como si me hubiera abofeteado, más por el desconcierto que sentí que por el tono despectivo de aquella afirmación. Me alcé en mi metro sesenta, y le dije, emulando mi mejor falso acento andaluz, en honor a Oli:

-¡Y usté una viuda, zeñora Mersede, pero ella no ha tenio prejuisios pa llevarle la compra!- y cerré las puertas del ascensor ante su perpleja jeta.
 
Me he ganado un par de semanas de comentarios a mi costa en la escalera, la mirada despreciativa de la vecina,  y la sospecha de ser también lesbiana. Pero no me importa porque, la injusticia del prejuicio, la ingratitud y el chismorreo insidioso, me dan más asco que esas falacias que puedan decir sobre mí. Y porque cada vez que la señora Mercedes alza su naricita como si oliera mal, al cruzarse conmigo, me imagino a Oli vestida de ciclista urbana y soltando un comedido “¡qué desaboría, mujé!” , y eso me devuelve la sonrisa.