jueves, 29 de noviembre de 2012

Cuento para crecer- La tía Luisa (II)





(Viene del relato anterior, continuación)


Mi hermana Maxi estaba realmente enferma; no sé decir si de amor o de falta de amor propio, o de ambas cosas a la vez. Pero lo cierto es que, el golpe afectivo que sufrió por culpa de su amado, la dejó seriamente tocada anímicamente. El mal de amores le trajo otros males, y apenas dormía o dormía demasiado, según el día; caminaba como si fuera a marearse y caerse, a pasitos cortos y comedidos ,y  llevaba puesta siempre una expresión como de sonámbula, como si le sorprendiese y no le importase al mismo tiempo lo que pasaba a su alrededor. Miraba como si estuviera muy lejos de allí, como una miope a quién le cuesta enfocar lo que tiene delante.  A menudo, su comportamiento me asustaba tanto que me sentía furiosa hacia ella. Intentaba tener paciencia, como me recomendara nuestra madre, y la trataba como a una niña minusválida y mimada, a quien hay que complacer mientras convalece. Me sentía como su sombra, y eso me producía la controvertida sensación de estar supeditada a ella y de compadecerle, todo junto. Por eso andaba yo también abstraída, aquellos primeros días en casa de la tía Luisa, y solo me preocupaba de que Maxi estuviera más o menos cómoda, de que nada nos molestara y de que ella accediera a comer algo, cosa a la que seguía resistiéndose. La tía Luisa se pasaba el día guisando, poniéndonos enfrente platos y fuentes de comida que olían a gloria bendita, mirándonos en silencio y sin dejar de sonreír, y desapareciendo a largos ratos, para reaparecer con las primeras sombras de la noche. Yo me llevaba a Maxi a pasear por los alrededores de la casa, pero enseguida se cansaba y me pedía que la acompañase a la habitación. Allí se tumbaba a llorar convulsamente y sin reparos, y a murmurar: “no puedo soportar tanta tristeza, Ana”, hasta quedarse dormida. Yo me quedaba a mirar su plácido sueño, mientras serenaba mi propio ánimo, o bajaba a husmear en soledad por la casa. Me aburría. Y el estado de mi hermana me sumía cada vez más en una tristeza propia, irritada y culpable.

Una tarde, mientras vagaba por la casa desierta tras la crisis nerviosa de mi hermana, encontré un fajo de viejas fotos en un cajón de la sala de mi tía. El corazón se me aceleró de inmediato, y no pude resistir la tentación de quitarles la goma elástica que las sujetaba y empezar a pasarlas frente a mis ojos. Eran apenas diez fotografías, tres de ellas muy antiguas y en las que reconocí a mi madre, convertida en niña de rostro fruncido entre un grupo familiar. Las otras siete eran de tía Luisa, veinte o veinticinco años más joven, junto a unas personas que no me sonaban de nada y que sonreían alegremente ante escenarios inimaginables: la mismísima Tour Eiffel, un puente de piedra, recargado de volutas como los de cuento de hadas, una playa profunda y solitaria, plagada de palmeras y viento…Tía Luisa era en todas esas instantáneas la misma sonrisa en un rostro pequeño, de rasgos suaves y bronceado por el sol, pero mucho más joven y bello. También menos intenso.

Estaba tan embebida en mirar aquellas fotos, que no la oí entrar. O quizás no la hubiera oído, de todas formas, porque era siempre rápida y silenciosa. Fue el ruido de la puerta al cerrarse lo que me sobresaltó, y para entonces ella ya estaba casi a mi lado. Esperé su enfado, un gesto de disgusto al menos, pero seguía con su dulce e impertérrita sonrisa.

-Las has encontrado- dijo tan solo. Y apartó las fotografías de mis manos sin brusquedad, colocándolas de nuevo entre las vueltas de la goma elástica y guardándolas otra vez en el cajón.

-Son muy viejas- continuó diciendo, mientras tanto, en tono amable y confidencial – A veces me olvido de donde las dejo, porque suelo mirarlas a menudo…Debe haber manojos de fotografías como éstas desperdigados por toda la casa… Me gusta recordar cada momento que representan; algunos me hacen reír, como esas en que estoy con tu madre….¡Hace tanto tiempo!..., éramos unas crías y ella ya era dramática entonces…-

Me sentí un poco ofendida por su comentario sobre mi madre, aunque aún seguía avergonzada porque me hubiese pillado in fraganti.

-Mi madre no es dramática- musité; y ella contestó de inmediato:

-¡Oh, sí lo es, querida; la conozco muy bien!-

Aquél “querida” me hizo sentir incómodamente reconfortada, no supe explicarme porqué. Ella seguía sonriendo, aunque se había puesto a pasear por la sala. Parecía tranquila y siguió hablando como en una charla intrascendente.

-De pequeñas, a mi me intrigaba lo que pensaba mi hermana ¡Siempre andaba preocupada, siempre veía peligros acechantes, siempre estaba a la defensiva de extraños!...Yo pensaba que debía ser agotador estar siempre tan alerta de todo, como estaba ella. Me maravillaba que fuera tan fuerte y tan lista…Hasta que me di cuenta de que no era fuerte, ni lista, solo dramática a más no poder.

Acompañó la última frase con una carcajada que sonó como el repique de un cascabel, profundo y alegre, sin rastro de enjuiciamiento o prepotencia. Lo había dicho de modo tan natural como si adjetivara un rasgo de personalidad innegable; imposible enfadarse por eso. Además…, mamá era dramática, era cierto.

-¿Cómo está tu hermana?- preguntó, cambiando bruscamente de tema, mientras se dirigía a la cocina. La seguí, por contestarle amablemente, y le dije que Maxi dormía y que yo me aburría y por eso tuve la mala idea de hurgar entre sus cosas. Hizo un gesto de desagravio con la mano, y se puso a seleccionar unos cacharros para preparar la cena.

-¡No te preocupes!, aquí puedes mirar lo que quieras. No tengo secretos, aunque no te voy a decir que me muera de ganas por contar mi vida a nadie…- Se detuvo, y se giró a mirarme con un algo pícaro en su apretada sonrisa de costumbre- Pero es posible que tú si te mueras de ganas de saber- soltó de pronto. 

Enrojecí hasta las cejas y bajé la mirada. Tenía ganas de darme la vuelta y salir huyendo hacia la habitación donde dormía mi hermana. La oí suspirar, y dijo:

-Veo, Anita, que mi hermana os ha contagiado a las dos su forma dramática de verlo todo-

La miré, sorprendida, y me encontré con su amplia sonrisa traviesa. Estalló en carcajadas y yo empecé a reírme también con ella.

Aquellas carcajadas me liberaron como si acabara de recuperar la respiración después de estar asfixiándome. De repente, me sentí tan aliviada de no sé qué carga, tan ligera y tan cómoda como si algún vínculo que nunca debió romperse se acabara de restablecer. Mi tía me pidió que la ayudase a cocinar, y me puse a ello muy  dispuesta, mientras ella no dejaba de contarme anécdotas de su infancia y la de mi madre. Eran pequeñas cotidianidades sin importancia, pero lo contaba de un modo alegre y algo nostálgico que daba gusto escuchar. Algunas de aquellas cosas me sonaban por haberlas oído explicar a otros miembros de mi familia, o a mi propia madre, pero la forma de hablar de la tía Luisa les daba una pátina de realidad, como si acabasen de pasar, y sonaban más divertidas. Tan bien me encontraba, que por primera vez en aquellos días fue Maxi quién tuvo que ir en mi busca, y no al revés. Nos encontró en la cocina, riendo y charlando rodeadas del vaho de los pucheros y preparando una ensalada de verduras frescas. Maxi se frotó los ojos y dijo, absolutamente perpleja:
  
-¿Qué está pasando?- Y yo creo que aquél momento fue también el de su despertar.

Continuará...

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Un cuento para crecer- La tía Luisa



(Pintura de Alex Katz)

                                                                                                                        
Conocimos a la tía Luisa cuando mi hermana sufrió su primer descalabro amoroso. La tía Luisa era una leyenda familiar, casi un mito- al menos para nosotras- porque había sido el “garbanzo negro”, la rebelde de la familia, la aventurera y nunca hija pródiga, durante muchos años y en una época y un país en los que las mujeres no hacían esas cosas. Vivía sola y aislada en un pueblo pequeño, al otro lado de la provincia, desde hacía varios años, y ninguno de nuestros parientes se había relacionado con ella, más allá de unas pocas palabras por teléfono,  desde que regresara de sus aventuras mundanas. Se suponía que nadie en la familia le guardaba rencor ni la menospreciaba, pero cuando se la nombraba era entre murmullos y como ejemplo a los menores de lo que era reprochable. Por eso se convirtió a los ojos de mis hermanos y a los míos en una especie de difusa figura legendaria, misteriosa y atrayente, como todo lo marginado o prohibido.

Corrían los años ochenta, y corrían deprisa para mi hermana y para mí, que estábamos en plena adolescencia. Yo tenía diecisiete años, y Maxi diecinueve. Ella acababa de descubrir que su formalito y silencioso novio, Jero, se iba directo a un pisito de la calle Toledo donde habitaba una compañera suya de trabajo, modernísima integrante de lo que empezaba a llamarse “movida madrileña”, después de su paseo diario, encandilado e inocente con ella. Maxi no paró de jugar a los espías,  hasta que pilló a su novio en paños menores, cuando llamó a la puerta de la chica y ésta abrió confiadamente, en bata. Hacía calor, pero hasta mi hermana en su tontuna adolescente sabía sumar que dos y dos son cuatro. Total, que se deshicieron los planes de boda, cuando el ajuar ya iba por la mitad, y se deshizo el corazón herido de mi hermana, víctima de una depresión de caballo.

Fue tras meses de lloros incesantes, encierros eternos en su habitación, y la amenaza de una anemia incipiente por no comer absolutamente nada sólido durante aquél tiempo, cuando mi madre, alertada por el médico al que obligó a ir a Maxi, decidió enviarla de vacaciones, a tomar el sol y el aire puro del campo, a ver si así se le aclaraban las ideas a su mente embotada de amor despechado. Y no había nadie más a quién recurrir y que saliera gratis, más que a la tía Luisa. Por eso, porque era gratis, y para que viajase con alguien que la vigilara, fui la designada para acompañarla.

En el viaje en tren, y mientras mi hermana se dedicaba a mirar por la ventanilla como alelada, yo iba imaginando cómo sería aquella mujer desconocida y misteriosa. Me parecía muy generoso por su parte que hubiera aceptado acoger en su exclusivo refugio a dos sobrinas zangolotinas y a quienes no conocía. Sobre todo, porque sabía yo que la opinión despectiva de mis padres y mis otros tíos, sobre su comportamiento en el pasado, le había llegado vía postal o telefónica, años atrás. A mí, en cambio, lo poco que sabía de ella me producía mucha intriga y un poco de pena.  La veía yo como resignada a ser la relegada de la familia, ansiosa de agradarles a todos en algo para redimirse, silenciosamente arrepentida de sus escapadas y su vida frívola de juventud. No existían fotografías familiares donde ella apareciera, o las habían evitado a mis tiernos ojos, así que no contaba tan siquiera con ese referente físico. Esperaba ver a una mujercilla ajada, encogida, seguramente callada y algo amargada; pero también la imaginaba a ratos como una rejuvenecida "femme fatale" , que se paseaba por su huerta en negligé y fumaba todo el rato, recibiendo a sus muchos amigos extranjeros y bohemios y bebiendo vino y champán en copas gigantescas. No sabía a qué quedarme, y por eso me desconcertó lo que encontré. Hasta la segunda semana de nuestra estancia en casa de la tía Luisa, ella fue para mí una permanente sonrisa de rojo carmín en un rostro moreno.

La tía Luisa tenía unos ojos oscuros, pequeños y de mirada penetrante. Parecía que aquellos ojos entendían qué pensabas, cómo eras o cómo te sentías, antes de que hablaras o quisieras que lo supiera. Su mirada y  aquella sonrisa dulce y sabia, me hacían bajar los ojos al suelo cada vez que me las cruzaba. No sé porque, pero me descolocaba su aspecto lozano, sencillo y a la vez distinguido. Me cohibían sus maneras prudentes, de una eficiencia puntual y al mismo tiempo afectuosa. Durante aquellos primeros días habló muy poco, limitándose el primer día a enseñarnos nuestra habitación, con sendas camitas antiguas, y a invitarnos a ponernos cómodas sin prisas, con su sonrisa recubierta de pintalabios, que yo juzgaría después de sempiterna.

Pronto decidí que ella también nos estaba observando, como nosotras a ella; o al menos como lo hacía yo, porque Maxi seguía sumida en su propio mundo, cuyo eje era Jerónimo y su imperdonable traición. Era de agradecer que la tía Luisa no resultase una de esas chismosas de pueblo, que te acribillan a preguntas y que suponen lo que sucede antes de conocer la realidad. Al menos, aquél silencio sonriente era más soportable, aunque fuese acompañado de una inteligente mirada escrutadora. Mi hermana y yo, por nuestra parte, nos dedicábamos a comportarnos como dos chicas modositas, a susurrar entre nosotras en su presencia y darle apenas las gracias cuando nos ofrecía algo o las buenas noches o los buenos días; esa era toda nuestra relación. Pero, ya digo, solo durante la primera semana tras nuestra llegada. Después, descubrí a la mujer que cambiaría mi modo de ver la vida.

Continuará....