miércoles, 12 de junio de 2013

Cuento para crecer- La tía Luisa III



 Viene de Cuento para crecer- La tía Luisa I y II

Sentadas las tres a la mesa, compartimos comentarios, ensalada y las primeras miradas de reconocimiento. Tía Luisa y yo, además, compartimos complicidad. Sus ojos expresivos me decían que comprendía mi voluntaria responsabilidad hacia Maxi, que aprobaba mis torpes intentos de animarla. Aquella mirada me decía, compasivamente, que tuviera paciencia, que no me dejara entristecer yo también, que fuera despacio…  mientras mi hermana se obstinaba en seguir con su aire murrio, revolviendo en su comida y picoteándola apenas. 

Aunque, esa noche, Maxi había empezado a mirarnos de distinto modo, con una intensidad ávida que predecía esperanza. Era como si mi hermana se diera cuenta, por primera vez, de que estaba en otro entorno y de que alguien le ofrecía su mano para echar a andar de nuevo. Animada, me puse a recoger la mesa cuando terminamos,  y me empeñé en lavar los platos. Maxi, no sé si sintiéndose incómoda o cansada, se levantó en silencio y se perdió entre las sombras del recibidor. La oímos salir afuera, en lugar de subir a la habitación como acostumbraba. Tía Luisa y yo cruzamos una mirada expectante;  eso era algo, un cambio en su actitud. Al cabo de dos segundos, por la ventana abierta la oí llorar apagadamente, envuelta en la negrura cómplice del emparrado del porche. Miré a la tía Luisa, preocupada, a punto de salir corriendo en su busca; ella negó con la cabeza. Dejé a mi hermana en su soledad, por primera vez en todo aquél tiempo, y sentí vértigo por la ambigüedad de sentirme confiada a pesar de sentirme culpable.

Pero a Maxi debió sentarle bien aquél desahogo en solitario, porque aquella noche la oí dormir de un modo más plácido, con respiraciones lentas y acompasadas, y sin que hicieran falta nuestras largas charlas hasta la madrugada para que cayese rendida. Yo, en cambio, no pude dormir hasta que los pájaros empezaron a trinar y se callaron los grillos. Pensaba en mi extraña tía Luisa; en qué nos había dado con su risa, su comprensiva alegría, su prudente conversación intrascendente, para que, de pronto, Maxi y yo nos sintiéramos mejor, como integradas en aquella casa y aquella vida sencilla, sosegada. Era raro, pero es que me sentía de distinto modo, más serena, aligerada de un temor desconocido…, a salvo, por ridículo que suene, sin que hubiera pasado nada fuera de lo común.

¿O sí?


Para la tía Luisa, esa mujer de intenso pasado cargado de experiencias, la vida era el instante. Era de esas pocas personas que pueden trasformar cada décima de segundo en un momento inolvidable y lleno de connotaciones. Estar con ella era observar crecer las plantas, revivir un pasado y vivir el momento, todo junto y sin tregua, maravillosamente pleno de vitalidad y solidez. Su cercanía hacía que no existiese nada anodino; desde la tarea más simple hasta las ideas más peregrinas tenían su brillo y su posibilidad.

Nunca había disfrutado tanto de fregar unos cacharros, mientras aprendía sus extrañas y dulces canciones, sintiendo el agua fresca en mis manos como si fuera un ser vivo, la fragancia de la espuma de jabón, la ligereza satisfecha del alma por el trabajo cumplido sin considerarlo esfuerzo. Nunca había pensado que abriría mi ventana y me quedaría mirando al sol, de buena mañana, sonriendo agradecida y dejando que me deslumbrase mientras me sentía viva, solo y simplemente viva, por ese motivo en particular: vivir. Nunca hubiera imaginado que, limitar la felicidad a cada pequeño instante del día, fuese el secreto para encontrar la tranquilidad y la satisfacción con una misma. Había dejado afuera el drama que había llenado mi vida desde la niñez. El drama particular que a todos se nos inculca: cómo ser, cómo no ser, qué hacer, con quién cumplir…Esas obligaciones que nos conforman y nos limitan, como un manual tiránico que va acumulando más y más dogmas a la propia existencia.

Continuará...

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