Lo siento porque sé que la mediana y humilde mayoría
queremos olvidarles, pero están ahí, agarrados como el liquen a la piedra, en
nuestro hábitat natural, sea cual sea y en cualquier parte del mundo donde
pretendas existir. Quizás son lo que son y como son porque no pueden evitarlo pero,
quizás, aunque pudieran no querrían. Son
las especies que se alimentan de esa mayoría que componemos las demás especies
y, aunque nos repugnan, la convivencia con ellos nos hace ignorarles de tan
habitual.
Se mezclan con nosotros, tienen nuestra apariencia,
pertenecen a nuestra biología, pero son distintos, viven distinto y sienten de
otra manera. Son también dos tipos de seres que difieren entre sí, casi
antagónicos a simple vista, pero que se complementan en sus cometidos
existenciales. Como digo, ambas especies se nutren de las vidas de los demás.
Los primeros, los que están arriba, por encima de nosotros,
son los parásitos. Se agarran a nuestra piel y absorben nuestra sangre, o
nuestra esencia, o nuestro esfuerzo. Viven a nuestra costa, y su persistencia
en seguir adheridos a nuestros cuerpos, a nuestra vida, les da una falsa
cualidad de inevitables que suele convertirse con el tiempo en firme creencia
de que son parte de nuestra estructura,
inseparables de nuestro lugar en el mundo. De modo que, les dejamos
estar, les donamos lo que de todos modos nos roban, les permitimos reproducirse
y dotar de los mismos privilegios a su prole, y seguir exprimiendo nuestros
jugos vitales, lentamente y de por vida, en la convicción de que tienen su
derecho sobre nosotros.
Los segundos son los carroñeros. Viven de lo que los
parásitos y nosotros desechamos, aunque también aprovecharán aquello que caiga
en sus manos por quedar accidentalmente fuera de nuestro alcance, aunque no les
estuviera destinado. Son gritones como si algo tuvieran que pregonar, buscan ir
en manadas para ocultar su avariciosa cobardía, se pelean entre ellos si hay
reparto. Simulan ser sumisos, humildes, asustadizos, pero atacan con fiereza y mezquindad, si el
contrario o el objetivo está en disminución de condiciones. Como los parásitos,
desconocen la piedad o la solidaridad, porque solo les importa su subsistencia.
Aunque viven de la carroña (de ahí su nombre) saben explotar la oportunidad de
mutarse en pequeños parásitos algunas veces, cuando la víctima propiciatoria se
pone a tiro, cuando tienen a alguien de quien vivir gratuita e impunemente. Si
no, esperarán pacientes buscando entre las ruinas, los desechos o los restos de
los que se esforzaron. O aceptarán gustosos y rastreros lo que los parásitos
les ofrezcan, siendo sus sicarios, sus cómplices en el expolio de los demás a
cambio de un pago de miseria. Se arrastran tan abajo que apenas notamos su
presencia, o pensamos que son
inofensivos, estúpidos o manejables.
Unos y otros nos convencen de que esas son sus
naturalezas, que debemos tolerar. Unos y
otros se aprovechan de nuestro talante domesticado, educado y convencido en que
para todos rigen los mismos principios de esfuerzo y recompensa. Pero, no. Esas
dos especies definidas existen, y viven a nuestras expensas, aunque a veces
creamos dominarlas y sacudírnoslas a fuerza de papirotazos, pisotones o alguna que otra limpieza. No
tardarán en volver, si conseguimos por un momento ver lo que nos hacen y librarnos de ellos. Mimetizados y camuflados
entre nosotros, esperan para regresar y acoplarse en nuestras vidas sin que nos
demos cuenta siquiera. Tanto es así, que llegan a contagiar a algunos de
nosotros, la gran mayoría esforzada y vacilante, y podemos adquirir algunos de
sus rasgos que tanto despreciamos o nos repugnan a priori. Y podemos
convertirnos en parásitos de nuestra propia especie, o en sus carroñeros.