domingo, 11 de julio de 2010

FARIGOLA (Tomillo)



Recuerdo la habitación en penumbra, el bulto del armario insinuándose al fondo, el tic-tac del reloj, como marcando los espasmos de mi dolor de tripa, mis acalladas ganas de lamentarme y llorar, porque dolía. Y, entonces, la puerta se abría y en el recuadro iluminado se enmarcaba la silueta de mi abuela, como una bondadosa y parsimoniosa aparición, llevando entre sus manos una taza en un platito. De inmediato, el aroma del contenido de esa taza se expandía por todo el cuarto, y yo inspiraba con fuerza, como si aquél olor fuera ya el transportador de mi curación. Era solo un poco de infusión de hierba Luisa con tomillo, pero a mis ojos –y a mi olfato- de niña le parecían la sabrosa y ya familiar “pócima mágica” de la yaya.

Para mi abuela, mujer de campo transportada a la ciudad, no había dolencia que no arreglaran las hierbas medicinales. Conocía muchas, intentó transmitirme ese conocimiento, pero mi distraída y juvenil torpeza solo anotó en mi mente unas pocas. El tomillo o, como decía ella, catalanizada a medias de por vida, la “farigola”, es una de las que no he olvidado y pongo en práctica a la menor ocasión, ya sea para su uso o para recomendarla.

La utilizo para cocinar carnes, porque es digestiva, evita los molestos gases y da muy buen sabor a las salsas. Pero su verdadero mérito es en la curación, casi mágica, rapidísima, de muchos pequeños males.


La humilde farigola, de aspecto seco, tupidas hojitas verde-oscuro y flores rosadas o blanquecinas, demasiado pequeñas para parecer realmente flores, tiene de mi parte toda la simpatía y lealtad. No en pocas ocasiones, desde aquellas tazas de mi abuela, me ha librado de un dolor de muelas, un orzuelo o una conjuntivitis, una sesión de calambres estomacales y de muchas otras pequeñas calamidades de salud, a mi o a los míos.


Lo he recomendado tanto entre mis amistades que han llegado a bromear llamándome “bruja de las hierbas”. A mi me gustaba el apodo, por que, interiormente, era eso lo que me parecía de pequeña mi abuela con su secreta sabiduría.


La farigola, tan callada y oportuna, me permitió seguir con mis vacaciones campestres cuando, permanecer demasiado tiempo bajo un viento intenso, irritó mis ojos, produciéndome un fuerte y molesto dolor. En esa ocasión, el pobre médico de urgencias del pueblito más cercano, me recomendó un colirio que semejaba ir a arrancarme los ojos de cuajo, cada vez que me lo aplicaba. Me acordé a tiempo de la farigola e hice que mis acompañantes me ayudaran a buscarla entre el follaje- nunca falta en las tierras mediterráneas-, todos creían que me había vuelto un poco más loca, pero me obedecieron, y un poquito de esas hojas hirviendo en agua, y convenientemente enfriada después, me sirvieron para lavar mis delicados ojillos que mejoraron inmediatamente. Dos horas después me había olvidado del dolor y escozor.


Expliqué esto a unos conocidos, en otras vacaciones. Su niño llevaba días con un intenso dolor de muelas que le tenía recluido en la habitación, sin ganas de ir a la piscina como los otros niños. La madre me miraba como a la mochales con receta casera que yo parecía, pero le ofrecí un poco de mi hierba inseparable, y lo probaron. Al día siguiente, el chiquillo se estaba bañando y gritando mientras jugaba, sin acordarse de sus muelas careadas, y la madre me daba las gracias efusivamente y me acorralaba a preguntas sobre “mi” farigola.

A otras amistades mi consejo les ha maravillado tras comprobar que, efectivamente, les quitaba desde diarreas inoportunas a dolores de estómago de los que no dejan dormir.

Y, además, me recuerda a mi querida yaya Sole. Por eso, y por lo bien que huele, fresca o seca, en mi cocina nunca falta la farigola, tomillo, tremoncillo, tomiño o ezkaia, da igual. Siempre bien a mano.

domingo, 4 de julio de 2010

La casa de la cuneta -II


Una lluvia en verano es como despertar de un angustioso letargo a la serena realidad. Si caminas bajo una lluvia de verano, lenta y fresca, sientes como las minúsculas gotitas rebotan sobre ti, recordándote que estás vivo, o viva, y atándote a la irrepetible trascendencia de ese momento. No puedes pensar en el pasado ni en el futuro, por cercanos que sean, porque ese caer de agua te hace notar tu vulnerable capacidad de quedar empapado, o de estar tan solo en el momento presente. Sueñas, como mucho, en ponerte a cubierto, y ese es un pensamiento agradable, frente al “infierno” mental de las insoportables horas de canícula. En tu interior sabes que esa lluvia pasará más rápidamente de lo que, superficialmente, deseas admitir. Anticipas que el frescor que te transmite volverá a dar paso al calor tórrido, a la mente embotada y al esfuerzo más insoportable y cansino de aliviar esa sensación. Y, aún a tú pesar, disfrutas de esa lluvia.

Eso iba pensando el viejo, carretera arriba, mientras dejaba que la fina lluvia traspasara la incontinencia de las mangas de su camisa, sin acelerar el paso, y el agua le empapaba cada vez más, de la cabeza a los pies.
Apenas era Junio, pero el calor se manifestaba desde hacia semanas. Llevaba tanto tiempo encerrado en su casa, que no se había percatado de cuánto anhelaba respirar aire puro, o cuanto le molestaba su propia transpiración. Se sentía íntimamente satisfecho de haber elegido asistir a la cita con el “joven de los seguros”, y que fuese en un día como aquél. Mientras tanto, sus calmosos pasos enfilaban ya la cuesta de la carretera, emprendiendo el último tramo hacia el pueblo. Dos coches pasaron raudos, y uno de ellos le salpicó aún más de agua. Lo miró alejarse con rostro sombrío pero no hizo ademán alguno de disgusto, ni intentó sacudirse el exceso de agua de las ropas o el pelo; por el contrario, volvió a agachar la cabeza, se apoyó con firmeza en su bastón y siguió andando.

En la entrada del pueblo, se le escapó un suspiro. Ver de nuevo las primeras casas, intuir la proximidad de otras personas, antiguos conocidos muchos de ellos, le creaba una suerte de ansiedad nerviosa. Se concentró en el asfalto reflectante como charol, por efecto del agua, para no ceder al instintivo deseo de darse la vuelta y no llegar a pisar las calles. La luz de un semáforo se reflejaba en el suelo, emitiendo un parpadeo color azafrán que parecía decirle “aléjate”. Por el contrario, intentó alargar sus lentos pasos de viejo, y alcanzó con ello la primera acera, aunque un dolor lacerante le atravesara la cadera.

En la plaza, todo parecía congelado en el tiempo. Las mismas o parecidas marquesinas de las tiendas, los mismos portales, la misma fuente y, presidiendo, la misma pequeña iglesia, encalada e irguiendo su orgulloso campanario, cuajado de florituras. Echó de menos, eso sí, al sempiterno grupo de niños jugando, o quizás al grupo de palomas que se empeñaban en ensuciar la fuente; pero estaba lloviendo, y eso siempre hace que los animales racionales o irracionales desaparezcan del exterior. Fue a sentarse en uno de los bancos de hierro forjado que descubrió en el centro de la plaza. Se dejó caer, pesada pero disimuladamente, y apoyó la barbilla sobre el mango de su bastón que sujetaban sus manos. Desde allí, observó con más detenimiento cuanto pudo a través de la cortina de lluvia.

El viejo bar, donde tantas tardes jugara una partida frente a un vaso de vino en el pasado, seguía en pie. Ahora lucía un toldo diferente, con grandes letras donde anunciaba pomposamente su nombre, “bar Florencio”, y protegía las escasas mesas de la terraza con parasoles enormes y gastados. Dentro, se advertía el movimiento de los curiosos parroquianos que, a no mucho tardar, asomarían la nariz por la puerta para otear al excéntrico viejo sentado en la plaza, bajo la lluvia.

A los diez minutos, empezó a pensar que su citador no aparecería. Seguramente nunca creyó que él, el viejo, cumpliría el trato y rompería su encierro de años para ir a su encuentro. Se sintió estúpido, por un segundo, y una ira interior le hizo mella, pero enseguida superó el instante, decidido a confiar en su intuición y el deseo de escuchar aquella historia que le intrigaba. Un gato pasó bajo los soportales, haciéndole seguirle con la vista, y fue a perderse atravesando una puerta entornada. Intentó recordar quién vivía allí cuando él conocía a todos en el pueblo; no pudo ajustar su memoria y sus cavilaciones y, entonces, se encendieron las farolas, previniendo la oscuridad cenicienta de la tarde lluviosa. Se frotó los ojos con una mano mojada, volvió a su terca postura sobre el bastón, y el rugir de un motor, todavía lejano, le obligó a envararse y mirar hacia la bocacalle más próxima.

Los curiosos del bar no habían soportado más, y hacían sus cábalas apelotonados bajo la puerta abierta del local. Un coche enfiló entonces la plaza, apareciendo de repente como un cascado corcel metálico y rodeado de vaho. El viejo se levantó de su asiento lentamente, una sonrisa sardónica dibujándose en sus delgados labios. El conductor se apeaba, previsoramente ataviado con un impermeable azul oscuro, con capucha.