martes, 31 de agosto de 2010

Cuento soñado


El perro se adormilaba estirado en el suelo. La niña también, sentada a su lado, en el escalón del porche. Se marchitaba la tarde bajo un calor cargado de insectos, y el propio cuerpo parecía pesar, o quizás fueran los propios pensamientos. La transpiración dibujaba formas caprichosas sobre sus manos quietas en el regazo; estuvo observándolas mucho rato, hasta que los párpados empezaron a pesarle, y se dejó llevar por la somnolencia. La fuerza de la luz solar convertía en roja la oscuridad de los ojos cerrados, acabó por abrirlos, suspiró, con los sentidos embotados.

-¡Uf, que aburrimiento!- murmuró al silencio roto por las cigarras. Acarició el pelaje dorado del perro, provocándole un estremecimiento al animal medio dormido. Se puso en pie, y el can inició un paciente erguirse que culminó en un largo bostezo y una mirada de ojos sumisos y expectantes. La niña empezó a andar, seguida por el perro. Tenía una extraña consciencia de estar viva, cansada pero viva, abotargada pero viva. Era la lúcida percepción de su cuerpo en el lugar que ocupaba en cada instante, a cada paso. El oprimente calor, el olor un tanto acre del animal que la acompañaba, el de la tierra seca, el suyo propio a cuerpo joven y sudoroso. El sonido amortiguado de sus sandalias, un ras-ras suave y granítico.

Pensó en volver a casa de la abuela, pero la abuela estaría ocupada y sin ganas de charlar, a esas horas, y no tenía ordenador donde jugar a un videojuego o “chatear” con sus amigos de la ciudad. No lo echaría tanto de menos si los niños del pueblo subieran hasta la “carretera alta”, donde la abuela vivía y donde ella languidecía de sopor y aburrimiento en ese momento. Pero nadie llegaba hasta allí, excepto los cuatro o cinco convecinos que aún habitaban sus casas.


Solo le quedaba la tía Alicia. No era su tía, y lo sabía, pero en su familia todos la llamaban así. La tía Alicia era diferente al resto de personas mayores que conocía, y más diferente aún a las personas muy mayores que conocía -ella nunca hubiera pensado en “viejos”, le habían enseñado que sonaba mal-, porque la tía Alicia todo lo hacía con suavidad. Sonreía con suavidad, se movía con suavidad, hablaba con una vocecita que parecía una caricia y, a veces, le parecía que hacía cosquillas. Le gustaba la tía Alicia, aunque a ratos le ponía triste verla tan frágil, como a una muñeca de porcelana antigua que se podía romper. Pero, sobre todo, le gustaban las cosas que decía la tía Alicia.


Un día, la llevó a su dormitorio para enseñarle un espejo. Era un espejo antiguo, con el marco de madera que había sido clara pero que se había oscurecido con el tiempo; tenía grabadas en él pequeñas figuritas de mujeres diminutas que parecía flotar, ascendiendo como haditas alrededor del pulido cristal. La tía Alicia dijo que en aquél espejo se había visto vestida de novia y, desde entonces, siempre que se miraba en él se veía vestida de novia. Sonreía de una manera muy dulce cuando lo dijo, y a la niña le gustó tanto que casi la vio también vestida de blanco.

Otro día, quizás el año pasado, o el anterior, la tía Alicia le habló de las amapolas. La niña no había oído hablar de aquellas flores, que sin embargo conocía de vista, que había arrancado de los campos multitud de veces y a las que nadie hacia caso.
Recordaba que estaban en el umbrío salón de la tía Alicia, tomando limonada y comiendo bizcocho de pasas, cuando la mujercilla se puso ha hablar de las amapolas. “Son como la paz, ¿sabes?, hermosas y abundantes, pero se marchitan enseguida y todo el mundo las pisa como si no importaran. Llenan los campos y, si las respetas, puedes sentarte entre ellas y te acarician como manitas de niños. Yo lo hacía, de pequeña. Nunca me hicieron daño, las amapolas…Pero no las puedes cortar, porque mueren. Debes dejarlas en la tierra, porque, aunque su vida es breve, así vuelven a renacer, vuelven a llenar los prados de color y fuerza….Como la paz”, había dicho.

Bajó la cuesta que llevaba a la casa de tía Alicia. Quizás por eso también le gustaba aquella mujer, vivía en la primera casa, cerca de la carretera; descender era más fácil, a veces lo hacía medio trotando, como ahora, y era como si el viento la empujase. El perro la seguía, resoplando un poco, y empezó a sentirse más animada.
En el porche, todo respiraba tranquilidad. Esperó ver la brillante cabeza rizada y muy blanca de tía Alicia en el prometedor cuadrado de sombra, bajo el emparrado, pero estaba desierto. Se adentró en el modesto jardincillo de la entrada, dudando en si llamarla a voces o esperar a llamar a la puerta. Estaba abierta, y podía verse parte de los muebles recargados del comedor, desde afuera. La niña avanzó, subió los tres escalones de piedra y se quedó parada, escuchando a las cigarras y el silencio. “No está aquí”, le dijo al perro.
Y, de repente, sonrió y supo donde encontraría a la tía Alicia. Salió al camino, giró a la izquierda, y corrió hacia los campos amarillentos de finales de agosto. Las espigas secas le fustigaban las piernas, pero no le importó. Llegó a la linde, donde empezaba un prado descendente y verde, y observó la pléyade de ojitos rojos como gotas de sangre, que surgían entre la hierba. “¡Amapolas!”, exclamó. Y echó a correr entre ellas, zigzagueando para no pisarlas, en busca de la tía Alicia. El perro se quedó quieto un segundo más y lanzó un aullido prolongado y lastimero que solo escuchó el viento cálido.

sábado, 21 de agosto de 2010

Como ala de mariposa


Él era mi amigo desde siempre pero, desde que la conocí a ella, supe que él no la entendía. Me la presentó eufórico, orgulloso, enamorado, y yo me quedé mirándola junto a él y empezando a percibir ese sentimiento que nunca me ha abandonado cada vez que he vuelto a verla, de que “algo” estaba mal ubicado, de que ella no ocupaba el lugar que le correspondía.

Entonces era alegre, rubia y menuda. Con los años, sigue siendo rubia y menuda, pero ese “algo” que yo presentía le ha oscurecido la alegría y la mirada. No es que ya no sonría, pero se nota la tristeza en la comisura de sus labios, y eso parte el corazón, viniendo de ella.


Le recuerdo entregada y vivaz, llena de iniciativas e ilusiones. Inquieta, era ella la que siempre sorprendía con detalles agradables para todo el mundo. Nada le molestaba, todo lo asumía, siempre tenía una mano que ofrecer a quien lo necesitase y una risa que regalar al viento. Se la veía libre, dulce y frágil, como ala de mariposa…Siempre vino a mi mente esa imagen al verla, ala de mariposa…Porque, ¿qué es una mariposa sin sus alas?, nada, un gusanito inmundo.

Ella era ese ala de mariposa, liviana, suave, bella, intrépida rasgando el éter sin hacer ruido. Pero, las alas de mariposa están recubiertas de un misterioso polvillo cuya pérdida no les permite alzar el vuelo. Eso le pasó a ella, fue demasiado atrapada, demasiado retenida, perdió su esencia y el roce la ató a la tierra, a la vida de otros, a la existencia de simple gusano. Cuando quiso darse cuenta, su ala de mariposa no tenía brillo, se había olvidado de volar.


Pero, no hay que menospreciar la fuerza de un ala de mariposa, parece quebradiza pero es resistente. Quizás no tenga la potencia del ala de un ave, pero tiene la constancia de superación de la paciencia. Si la dejan, recupera su sustancia e inicia el vuelo. Se libera de sus cárceles, escapando por los resquicios; se contrae para hacerlo, casi se evapora entre los dedos de su opresor… Y vuelve a volar, vuelve a convertir al simple insecto en algo mágico y hermoso.


Ella es como ala de mariposa. Ahora está lastimada, herida, cree todavía que es un gusanito que no puede volar…Pero, en realidad, no es el cuerpo que se arrastra, es el ala que lo alza...Y volará, volará de nuevo, y yo estaré allí para verla.

martes, 10 de agosto de 2010

El baúl de los viejos desastres



Lo sacó de debajo de un montón de libros y muñequitos de adorno que descansaban sobre su tapa. Era enorme, oscuro,viejo.
Lo apartó de la pared contra la que se apoyaba, y tuvo que abrir su candado con una llavecita torneada que colgaba de una cadena, y que no vi de donde hizo aparición en su mano.

Miré su cara demacrada y, sin embargo, tan felíz en ese instante. Él devolvió mi mirada con sus ojos enormes y oscuros,como el contenido de aquél misterioso cofre.

-Son los secretos de toda mi vida- dijo, como un chiquillo crecido de repente.

Antes de sacar el primer tesoro, aún dijo:

- Quiero más al contenido de este baúl que al resto de mis cosas, incluida mi cuenta bancaria- Río, era mágica esa risa.

En sus manos temblaba ya una desgastada libreta de colegial; tapas rojas, arañadas, un desbarajuste de apuntes de diferente caligrafía en sus páginas amarillentas. La reconocí, era una de las que utilizábamos, de niños, para jugar a traducir canciones del inglés al español...¡Dios, que estropicios hacíamos con ambos idiomas!...

A partir de ese momento, otra realidad desapareció, el mundo se hizo nuestro. Volvimos a ser dos niños ilusionados por un montón de fruslerías. Miradas cómplices, felices, un millón de escenas vueltas a vivir, precioso pasado,inocente pasado infantil.

Luego, me enseñó las fotografías de sus perdidas parejas; una de ellas muerta en plena juventud por la misma enfermedad que le devoraba a él en esos días. Se le desdibujaba la mirada bajo las lágrimas, y le animé a que me mostrara más cosas. Atacó el fondo del baúl con ganas.

Fotos de familia, desvaídos recuerdos, poemas, flores secas; todo un mundo de material sensiblería, sentimientos muertos y enterrados. De aquellas tripas de madera extrajo el último fajo de fotografías. Me las mostró, allí estaba yo, veinte años más joven, una cría larguilucha y a medio camino hacia la pubertad, haciendo el ganso en su compañía. El día que nos caímos juntos en medio de una carretera de pueblo, y mi hermano disparó el flash de la cámara. El día que nos disfrazamos para pasar una tarde lluviosa en casa. La vez que recogimos un perro callejero y le bautizamos...Reíamos como bobos, nos entusiasmábamos contando anécdotas olvidadas.

Después, llegó el momento de cerrar aquella tapa, con todos sus tesoros, y la realidad nos calló encima a plomo. Él se moría, yo tenía que volver a mi vida. El baúl volvió a su rincón polvoriento en aquella habitación de dolor.

Nunca más volví a verle, pero no le olvido.