domingo, 6 de octubre de 2013

Parásitos y carroñeros





Lo siento porque sé que la mediana y humilde mayoría queremos olvidarles, pero están ahí, agarrados como el liquen a la piedra, en nuestro hábitat natural, sea cual sea y en cualquier parte del mundo donde pretendas existir. Quizás son lo que son y como son porque no pueden evitarlo pero, quizás,  aunque pudieran no querrían. Son las especies que se alimentan de esa mayoría que componemos las demás especies y, aunque nos repugnan, la convivencia con ellos nos hace ignorarles de tan habitual.
Se mezclan con nosotros, tienen nuestra apariencia, pertenecen a nuestra biología, pero son distintos, viven distinto y sienten de otra manera. Son también dos tipos de seres que difieren entre sí, casi antagónicos a simple vista, pero que se complementan en sus cometidos existenciales. Como digo, ambas especies se nutren de las vidas de los demás.

Los primeros, los que están arriba, por encima de nosotros, son los parásitos. Se agarran a nuestra piel y absorben nuestra sangre, o nuestra esencia, o nuestro esfuerzo. Viven a nuestra costa, y su persistencia en seguir adheridos a nuestros cuerpos, a nuestra vida, les da una falsa cualidad de inevitables que suele convertirse con el tiempo en firme creencia de que son parte de nuestra estructura,  inseparables de nuestro lugar en el mundo. De modo que, les dejamos estar, les donamos lo que de todos modos nos roban, les permitimos reproducirse y dotar de los mismos privilegios a su prole, y seguir exprimiendo nuestros jugos vitales, lentamente y de por vida, en la convicción de que tienen su derecho sobre nosotros.

Los segundos son los carroñeros. Viven de lo que los parásitos y nosotros desechamos, aunque también aprovecharán aquello que caiga en sus manos por quedar accidentalmente  fuera de nuestro alcance, aunque no les estuviera destinado. Son gritones como si algo tuvieran que pregonar, buscan ir en manadas para ocultar su avariciosa cobardía, se pelean entre ellos si hay reparto. Simulan ser sumisos, humildes, asustadizos,  pero atacan con fiereza y mezquindad, si el contrario o el objetivo está en disminución de condiciones. Como los parásitos, desconocen la piedad o la solidaridad, porque solo les importa su subsistencia. Aunque viven de la carroña (de ahí su nombre) saben explotar la oportunidad de mutarse en pequeños parásitos algunas veces, cuando la víctima propiciatoria se pone a tiro, cuando tienen a alguien de quien vivir gratuita e impunemente. Si no, esperarán pacientes buscando entre las ruinas, los desechos o los restos de los que se esforzaron. O aceptarán gustosos y rastreros lo que los parásitos les ofrezcan, siendo sus sicarios, sus cómplices en el expolio de los demás a cambio de un pago de miseria. Se arrastran tan abajo que apenas notamos su presencia, o  pensamos que son inofensivos, estúpidos o manejables.

Unos y otros nos convencen de que esas son sus naturalezas,  que debemos tolerar. Unos y otros se aprovechan de nuestro talante domesticado, educado y convencido en que para todos rigen los mismos principios de esfuerzo y recompensa. Pero, no. Esas dos especies definidas existen, y viven a nuestras expensas, aunque a veces creamos dominarlas y sacudírnoslas a fuerza de papirotazos,  pisotones o alguna que otra limpieza. No tardarán en volver, si conseguimos por un momento ver lo que nos hacen y  librarnos de ellos. Mimetizados y camuflados entre nosotros, esperan para regresar y acoplarse en nuestras vidas sin que nos demos cuenta siquiera. Tanto es así, que llegan a contagiar a algunos de nosotros, la gran mayoría esforzada y vacilante, y podemos adquirir algunos de sus rasgos que tanto despreciamos o nos repugnan a priori. Y podemos convertirnos en parásitos de nuestra propia especie, o en sus carroñeros.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Corre, maldito, corre



El terror es oscuro, y el hombre lo percibe en todo su esplendor azabache. El miedo acerbo le rodea, impidiéndole ver nada más que esa completa negrura que parece amenazar su vida, convirtiendo en cacofonías los sonidos, llenándolo todo con un halo de sospecha y desespero. Por eso siente esas ansias de correr, correr huyendo de no sabe qué, hacia no sabe dónde. 

Correr, dejando todo atrás, sin distinción ni prioridad, mientras los nervios se disparan, los músculos se tensan y la mente se obnubila. Correr, marchar, escapar, como una consigna desquiciada que se repite en su cabeza. Es de lo único de lo que está convencido, de querer huir, de no querer mirar más esa negrura que él cree que es el entorno pero que está en su interior, llenándolo, invadiéndole como un parásito espeso y correoso.


Y corre, y se aleja, y sigue corriendo aunque en realidad se despeña en la cuesta abajo de su loca carrera. Porque, en la negrura, no se ve cuando acaba el camino, o cuando se desvía el rumbo apartando los pasos del sendero y llevándolos al precipicio. El hombre se desmorona, aunque cree que ha huido y aunque cree que corre, y sus pies aún dan zancadas en el inmenso vacío oscuro.


El paso del tiempo le ha amansado. Yace en un lugar oscuro, que puede ser la misma oscuridad que le ha hecho correr pero que ahora percibe familiar, inevitable, adherida como una pesada coraza que protege pero aísla. No recuerda de qué se tenía que proteger, ni siquiera si era necesario o solo una sensación pero, esa negrura que le atrapa y le mantiene acurrucado contra ella, le dicta pensamientos de irremediable defensión. 

Y, sin embargo, se siente indefenso. Aunque ha corrido, aunque se ha despeñado sin darse cuenta, aunque se sabe lejano y caído, siente la amenaza todavía cercana, rodeándole. Es por eso que se levanta, da dos pasos, ciego como un topo en mitad de ese oscuro túnel que es su vida, sin comprender que no huye de la negrura porque existe en medio de ella.


El dolor de su cuerpo le da un motivo para quejarse, para sentirse más impotente y más víctima, da igual de qué. Se queja del dolor, y eso aumenta la negrura, pero también aumenta el malestar. Vaga sin rumbo, compadeciéndose de sí mismo, incapaz de detenerse o de pensar en otra acción. Desde luego, nada de volver atrás, nada de mirar de dónde ha huido…; le asusta pensar que allí luciera el sol y solo su pánico egoísta le indujese a escapar. Le asusta haberse equivocado, como le asusta seguir adelante. No existe lo que no ve, ni lo que no reconoce, y él no ve nada y, por tanto, nada reconoce. Ni siquiera el miedo, que se ha instalado ya entre sus vísceras, que es lo que respira y lo que digiere a diario. Miedo negro, denso, convirtiéndose en parte de él mismo.


Sus manos palpan otro cuerpo, otra alma perdida en esa oscuridad. Se aferra ávido, desesperado, y la otra persona le agarra también con parecido afán. La soledad, al menos, termina con ese hallazgo mutuo.  Juntos caminan los siguientes pasos y, al cabo de un tiempo, el otro cuerpo busca su abrazo, tiernamente, cálidamente. Él responde, no por amor, quizás por gratitud, quizás por posesión, pero sobre todo por temor. 

Temor a perderle, a volver a estar solo. Prefiere a ese alguien desconocido que el vacio oscuro, el silencio hiriente, los ecos del pasado. Se queda junto a esa persona, compartiendo alimento, calor en el cuerpo y frío en el alma angustiada. Compartiendo temor, nuevo y viejo temor. Triste, inquieto, anquilosado y oscuro, muy oscuro temor.



domingo, 8 de septiembre de 2013

España es un mercadillo




“¿Qué más podemos vender?  Tenemos hecho el negocio de  Eurovegas, pero nos quedan aún hospitales y educación a trocitos, patrimonio nacional y obras de arte a discreción, exportamos mano de obra barata y con títulos universitarios, disponemos de territorios con playa para el sector servicios turísticos, y parques naturales para otra clases de negocios;  a los que el cliente puede trasladar su propio personal si lo desea, por supuesto…Las Olimpiadas 2020 se nos escaparon, pero ahí está el proyecto para pujar de nuevo, en la cartera de “negocios pendientes”, para otro año…”


El comprador, extranjero y educado en otra clase de civismo, pregunta asombrado:


“Pero, ¿y sus ciudadanos están de acuerdo en todo eso?”


El mercader del traje de Armani y avinagrada cara de buitre avezado responde:


“¡A esos no hay que preguntarles!, ¡quiénes son ellos para decidir; ya nos dieron su voto, ahora que apechuguen!..Además, no se preocupe usted, que los de aquí están muy acostumbrados a tener patrón o señorito que decida por ellos y se amoldan a todo…Y si protestan, un poco de leña y a callar…Aunque funciona mejor darles circo..., o fútbol; se lo tragan y callan hasta en ayunas de tres días.”


El comprador abre la boca y articula un “¡aaah!”, entre la sorpresa y el alivio.


“Así, ¿usted cree que no hay peligro de revueltas o problemas, si compramos?”, pregunta, esperanzado.


“¡No, no, ningún problema; ya está más que comprobado! Tenemos referencias, no se vaya a creer…Pregúntele a Mr. Adelson, o a los compradores de nuestros hospitales públicos, o a algunos de nuestros comerciales más aventajados, que ya han hecho negocios faraónicos, como el señor Matas y su Palma Arena; o el señor Fabra y sus negocios en Castellón durante décadas;  o al experto señor Camps, también en Valencia. O  la ex presidenta de la comunidad de Madrid y gran comercial de nuestra firma “España”, doña Espe… ¡o la presidenta de Castilla-La Mancha, la señora Cospedal, que hace unos recortes en dispendios de salud pública maravillosos y ha colocado debidamente a casi toda su familia en la alta ejecutiva de la empresa!... Tenemos a nuevas promesas practicando, como la  alcaldesa de Madrid, doña Ana, señora de Aznar; le ha salido mal algún proyecto reciente, quizás le falló su nivel de inglés, sus pocas tablas para fingir humildad y simpatía, lo que se llama don de gentes…;  pero aprende de un buen maestro, que es su marido y uno de nuestros líderes en la sombra más poderosos y con mejores relaciones internacionales…”, asegura del tirón el vendedor.


El posible cliente se acaricia la barbilla, pensativo. Tuerce todavía el gesto, indeciso e incrédulo.


“Oiga, pero es que me ha nombrado a gente de su equipo, y el país es más grande…”


El mercader agita una mano, en un ademán displicente.


“¡Nada, nada, pero si todos llevamos los negocios de la misma manera! Rapidez y efectividad, antes de que los obreros se den cuenta y quieran su parte del pastel, que pedir sí que saben…Mire los de la marca PSOE, con sus ERES, sus veteranos ejecutivos y su historial: el señor Guerra, González, Rodríguez Zapatero, Rubalcaba…, y otros menores que no le nombro porque, al final,  son de la oposición, compréndalo”


“Claro, claro”, acepta el comprador, afirmando con la cabeza, más convencido.


“Bueno, míster, entonces ¿se decide usted por algo de la marca España?”, insiste el vendedor, inquisitivo.


“De acuerdo; probaremos con cuarto y mitad de costa de Levante  y una islita Balear, si los amigos alemanes no la quieren… ¡Y un trozo de los Monegros por si hacemos maniobras militares!” dice el comprador entusiasmado.


El vendedor sonríe beatífico y obsequioso.


“¡No se arrepentirá de la compra, caballero, Spain is different, ya lo verá!”, dice satisfecho.

miércoles, 12 de junio de 2013

Cuento para crecer- La tía Luisa III



 Viene de Cuento para crecer- La tía Luisa I y II

Sentadas las tres a la mesa, compartimos comentarios, ensalada y las primeras miradas de reconocimiento. Tía Luisa y yo, además, compartimos complicidad. Sus ojos expresivos me decían que comprendía mi voluntaria responsabilidad hacia Maxi, que aprobaba mis torpes intentos de animarla. Aquella mirada me decía, compasivamente, que tuviera paciencia, que no me dejara entristecer yo también, que fuera despacio…  mientras mi hermana se obstinaba en seguir con su aire murrio, revolviendo en su comida y picoteándola apenas. 

Aunque, esa noche, Maxi había empezado a mirarnos de distinto modo, con una intensidad ávida que predecía esperanza. Era como si mi hermana se diera cuenta, por primera vez, de que estaba en otro entorno y de que alguien le ofrecía su mano para echar a andar de nuevo. Animada, me puse a recoger la mesa cuando terminamos,  y me empeñé en lavar los platos. Maxi, no sé si sintiéndose incómoda o cansada, se levantó en silencio y se perdió entre las sombras del recibidor. La oímos salir afuera, en lugar de subir a la habitación como acostumbraba. Tía Luisa y yo cruzamos una mirada expectante;  eso era algo, un cambio en su actitud. Al cabo de dos segundos, por la ventana abierta la oí llorar apagadamente, envuelta en la negrura cómplice del emparrado del porche. Miré a la tía Luisa, preocupada, a punto de salir corriendo en su busca; ella negó con la cabeza. Dejé a mi hermana en su soledad, por primera vez en todo aquél tiempo, y sentí vértigo por la ambigüedad de sentirme confiada a pesar de sentirme culpable.

Pero a Maxi debió sentarle bien aquél desahogo en solitario, porque aquella noche la oí dormir de un modo más plácido, con respiraciones lentas y acompasadas, y sin que hicieran falta nuestras largas charlas hasta la madrugada para que cayese rendida. Yo, en cambio, no pude dormir hasta que los pájaros empezaron a trinar y se callaron los grillos. Pensaba en mi extraña tía Luisa; en qué nos había dado con su risa, su comprensiva alegría, su prudente conversación intrascendente, para que, de pronto, Maxi y yo nos sintiéramos mejor, como integradas en aquella casa y aquella vida sencilla, sosegada. Era raro, pero es que me sentía de distinto modo, más serena, aligerada de un temor desconocido…, a salvo, por ridículo que suene, sin que hubiera pasado nada fuera de lo común.

¿O sí?


Para la tía Luisa, esa mujer de intenso pasado cargado de experiencias, la vida era el instante. Era de esas pocas personas que pueden trasformar cada décima de segundo en un momento inolvidable y lleno de connotaciones. Estar con ella era observar crecer las plantas, revivir un pasado y vivir el momento, todo junto y sin tregua, maravillosamente pleno de vitalidad y solidez. Su cercanía hacía que no existiese nada anodino; desde la tarea más simple hasta las ideas más peregrinas tenían su brillo y su posibilidad.

Nunca había disfrutado tanto de fregar unos cacharros, mientras aprendía sus extrañas y dulces canciones, sintiendo el agua fresca en mis manos como si fuera un ser vivo, la fragancia de la espuma de jabón, la ligereza satisfecha del alma por el trabajo cumplido sin considerarlo esfuerzo. Nunca había pensado que abriría mi ventana y me quedaría mirando al sol, de buena mañana, sonriendo agradecida y dejando que me deslumbrase mientras me sentía viva, solo y simplemente viva, por ese motivo en particular: vivir. Nunca hubiera imaginado que, limitar la felicidad a cada pequeño instante del día, fuese el secreto para encontrar la tranquilidad y la satisfacción con una misma. Había dejado afuera el drama que había llenado mi vida desde la niñez. El drama particular que a todos se nos inculca: cómo ser, cómo no ser, qué hacer, con quién cumplir…Esas obligaciones que nos conforman y nos limitan, como un manual tiránico que va acumulando más y más dogmas a la propia existencia.

Continuará...