Viene de Cuento para crecer- La tía Luisa I y II
Sentadas las tres a la mesa, compartimos comentarios,
ensalada y las primeras miradas de reconocimiento. Tía Luisa y yo, además,
compartimos complicidad. Sus ojos expresivos me decían que comprendía mi voluntaria
responsabilidad hacia Maxi, que aprobaba mis torpes intentos de animarla.
Aquella mirada me decía, compasivamente, que tuviera paciencia, que no me
dejara entristecer yo también, que fuera despacio… mientras mi hermana se obstinaba en seguir con
su aire murrio, revolviendo en su comida y picoteándola apenas.
Aunque, esa noche, Maxi había empezado a mirarnos de
distinto modo, con una intensidad ávida que predecía esperanza. Era como si mi
hermana se diera cuenta, por primera vez, de que estaba en otro entorno y de
que alguien le ofrecía su mano para echar a andar de nuevo. Animada, me puse a
recoger la mesa cuando terminamos, y me
empeñé en lavar los platos. Maxi, no sé si sintiéndose incómoda o cansada, se
levantó en silencio y se perdió entre las sombras del recibidor. La oímos salir
afuera, en lugar de subir a la habitación como acostumbraba. Tía Luisa y yo
cruzamos una mirada expectante; eso era
algo, un cambio en su actitud. Al cabo de dos segundos, por la ventana abierta
la oí llorar apagadamente, envuelta en la negrura cómplice del emparrado del
porche. Miré a la tía Luisa, preocupada, a punto de salir corriendo en su
busca; ella negó con la cabeza. Dejé a mi hermana en su soledad, por primera
vez en todo aquél tiempo, y sentí vértigo por la ambigüedad de sentirme
confiada a pesar de sentirme culpable.
Pero a Maxi debió sentarle bien aquél desahogo en
solitario, porque aquella noche la oí dormir de un modo más plácido, con
respiraciones lentas y acompasadas, y sin que hicieran falta nuestras largas
charlas hasta la madrugada para que cayese rendida. Yo, en cambio, no pude
dormir hasta que los pájaros empezaron a trinar y se callaron los grillos.
Pensaba en mi extraña tía Luisa; en qué nos había dado con su risa, su
comprensiva alegría, su prudente conversación intrascendente, para que, de
pronto, Maxi y yo nos sintiéramos mejor, como integradas en aquella casa y
aquella vida sencilla, sosegada. Era raro, pero es que me sentía de distinto
modo, más serena, aligerada de un temor desconocido…, a salvo, por ridículo que
suene, sin que hubiera pasado nada fuera de lo común.
¿O sí?
Para la tía Luisa, esa mujer de intenso pasado cargado de
experiencias, la vida era el instante. Era de esas pocas personas que pueden
trasformar cada décima de segundo en un momento inolvidable y lleno de
connotaciones. Estar con ella era observar crecer las plantas, revivir un
pasado y vivir el momento, todo junto y sin tregua, maravillosamente pleno de
vitalidad y solidez. Su cercanía hacía que no existiese nada anodino; desde la
tarea más simple hasta las ideas más peregrinas tenían su brillo y su
posibilidad.
Nunca había disfrutado tanto de fregar unos cacharros,
mientras aprendía sus extrañas y dulces canciones, sintiendo el agua fresca en
mis manos como si fuera un ser vivo, la fragancia de la espuma de jabón, la
ligereza satisfecha del alma por el trabajo cumplido sin considerarlo esfuerzo.
Nunca había pensado que abriría mi ventana y me quedaría mirando al sol, de
buena mañana, sonriendo agradecida y dejando que me deslumbrase mientras me
sentía viva, solo y simplemente viva, por ese motivo en particular: vivir.
Nunca hubiera imaginado que, limitar la felicidad a cada pequeño instante del
día, fuese el secreto para encontrar la tranquilidad y la satisfacción con una
misma. Había dejado afuera el drama que había llenado mi vida desde la niñez.
El drama particular que a todos se nos inculca: cómo ser, cómo no ser, qué
hacer, con quién cumplir…Esas obligaciones que nos conforman y nos limitan,
como un manual tiránico que va acumulando más y más dogmas a la propia
existencia.
Continuará...
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