lunes, 26 de diciembre de 2011

Positivismo, trampas y conformismo


¡Ya estamos!, lo veía venir en cuanto se fueron extendiendo las ganas de cambiar de pensamiento, de manera de hacer las cosas, el positivismo…Siempre hay pretendidos “izquierdosos” que son más papistas que el Papa, aunque no les guste el símil, y arremeten con todo cambio que ellos no compartan. Ahora, como no, le toca al positivismo, que no tienen pajolera idea de lo que es pero les suena a “buenismo”, conformismo y manipulación de tontos por parte del poder conspiranóico. Y, como son muy de izquierdas, muy chungos y muy protestones pues, ¡hale!, a decir que el positivismo es la trampa de los poderosos para engatusarnos. Y puede serlo, mira tú, pero no más que el “malismo” lo es de la izquierda equivocada, que también existe, para enervar y formar turbas.
Todo extremo es eso: extremista, exagerado, sacado de contexto y sin matices. Lo que me repatea en este caso es que metan en el mismo saco el cóctel imposible de positivismo, política y políticos y conformismo ciudadano. Vamos a ver, que uno de esos ingredientes no es lo que se creen: ser positivista no es dejarse manipular, ni ser conformista, ni permitir las injusticias, ni decirle a los poderosos a todo que sí.
En el artículo que me ha sacado estas parrafadas indignadas e impotentes, la “avispada” autora empieza por mezclar, como ejemplos de manipulación universal, teorías distintas de libros distintos, de las que no tiene la más mínima idea, porque seguro que no se los ha leído: El Secreto, de Rhonda Byrne, y La Buena Suerte, de los españoles Álex Rovira y Fernando Trias de Bes. Yo sí los conozco, y son como si el primero te contara un cuento y el segundo te lo desmitificara. ¡Que no, que no se materializan tus deseos por estar rogando todo el día que lo hagan!...Simplemente, como dicen Rovira y Trias de Bes, es mejor no ir cabreados permanentemente, pensando que todo es una mierda y te va a salir mal, y hacer cosas que favorezcan tus deseos. Son dos conceptos distintos; uno dice que confíes en el universo y verás, el otro dice que sonrías y te muevas….¡Pues no lo entienden!
Y, encima, aplican que ese pensamiento positivista, tan “new age”, tan sencillo, tan ingenuo si quieren (que no significa equivocado, sino bienintencionado), es el arma de los poderosos, mediante el mensaje institucional y global, para convencernos de que les hagamos caso, seamos buenos y no armemos ruido… ¡Lo será para los tontos de siempre, que confunden ser feliz con ser un infeliz, joder!...
Lo que los poderosos intentan hacer, es vendernos que son parte del positivismo…,¡y los que les creen caen en la trampa, hagan caso o no!. A quienes hay que repudiar es a los que manipulan las teorías, no a las auténticas teorías. La continua sospecha de todo, el alarmismo, la queja y el puño al aire también distraen del verdadero camino. ¡Mira donde pisas, en lugar de quejarte por donde te dicen que pises!...Pues no, a seguir echando culpas, a lloriquear y a decir que esto es imposible, sin probarlo siquiera.
El pensamiento y actitud del 15M no está reñido con ser positivista, creer que lo vamos a conseguir y no dejar que se salgan con la suya leyes y gobiernos. Al contrario, es lo que permite que la gente se una, que se conciencie en la posibilidad de conseguirlo juntos, que se muevan…La indignación violenta, cabreada hasta extremos de revancha, no hubiera conseguido la repercusión admirativa que ha conseguido este movimiento unificado, pacifista y pacifico, seguro y firme.
Pero llegan los que están contra todo desde la cueva protectora y empiezan a tirar piedras sobre las sombras amenazantes, sean de “monstruos” o de quienes les pueden sacar del agujero. Porque, claro, ser positivo es aceptar lo que te venga, y eso no….¡que idiotez y que ignorancia!....¿Veis?, ¡ya me han cabreado!...¡Y yo que quería ser positiva!

Aquí el artículo de la polémica:
http://info.nodo50.org/El-lenguaje-positivo-como-sentido.html

Nota: ¡Y el medio se llama "info. nodo"...,lo que podría sospecharse de eso, siendo negativos!

viernes, 9 de diciembre de 2011

Amor en Navidad


Aparte de un cambio de gobierno, una crisis galopante y un cabreo colectivo en el que cada uno toma posiciones, lo que se ve venir, como cada año hasta la fecha, es la Navidad. No me negarán que, ante la frase, muchos han arrugado la nariz. Navidad, crisis y cabreo no casan. Y, sin embargo, ¿quién no piensa celebrarla, como se pueda?

Quien diga que no, piensa para sus adentros que ojalá tuviera motivos para decir que sí. Porque Navidad, en la memoria colectiva y en la particular de cada uno, era aquello que celebrábamos de verdad, cuando éramos niños. Navidad evoca olores y sabores del pasado más o menos lejano, cuando se medía menos de metro y medio y la vida parecía eterna, si no sencilla. Navidad era el pesebre, el árbol, papá y mamá adornándolos, familiares que ya no están, fiesta, villancicos. Y comida, mucha comida. Pero, sobre todo, era un regusto íntimo de felicidad, latente en el infantil espíritu, si no presente a pleno pulmón. Y así se ha quedado, más o menos oculto según los casos, en el fondo de la memoria, para todos; pondría la mano en el fuego, aunque me queme un poquito.

El sentir de ese niño o niña es lo que amamos, lo que añoramos, lo que nos hace seguir sintiendo afecto por la Navidad o no, según el nivel al que tengamos sepultado a ese niño o niña internos, o lo que llora en nuestro interior. El niño que fuimos y aún somos, ese que no crece, el que nos hace olvidarnos de vez en cuando de que tenemos carnet de identidad desde hace décadas y nos sube al columpio o nos impulsa a darle patadas a un balón desinflado, el que a menudo pugna por salir cuando nos estamos divirtiendo, y al que reprimimos con adulta y abochornada rapidez, es lo que rechazamos, una vez más, cuando llega Navidad. Por dolor, por desencanto, por nostalgia, por ateísmo; da igual el pretexto. ¿Qué es la Navidad, sino un pretexto?

Nos enterramos a nosotros mismos en esta existencia de problemas, cosas serias, pretendidas trascendencias, y nos dejamos convencer de que “ya somos mayores” porque andamos cabreados para caer en sensiblerías. Disfrazamos la Navidad de espumillón, consumismo e hipocresías convencionales, para poder culparla de ser esa pesadez de origen religioso que es tradición impuesta y prescindible. Y lo es, si no fuera por los recuerdos del niño que llevamos dentro.

Porque el mito, cualquier mito, el mito de quien sigue una fe y cree que debe celebrar el nacimiento de un Niño hipotético, o el mito por el que la Navidad celebra un mito consumista y por ello hay que descartarla, es solo una excusa para reflotar o rechazar al niño que quiere vivir, que quiere jugar, reír y creer, por un rato, que todo el mundo es bueno. Pero, claro, somos personas maduras, y nos repatean las juntas familiares porque hay que comer con el cuñado coñazo, la tía insoportable o los amigos graciosetes que no vemos en todo el año. Así que, si nos repele, la culpa es de la Navidad.

Si, además, nos recuerda a esa gente querida que no está, o coincide con algún acto luctuoso, le echamos otro capote de tierra al niño y seguimos despotricando contra las fechas, como unos “mister Scrooge” cualquiera. Digo yo, ¿así somos más felices, más maduros, más sabios o inteligentes?, ¿qué se gana con eso?

Mi niña interior, que anda muy a flote estos tiempos, la tontorrona, (a la vejez, viruela, como diría la abuela), me dice que le quite a la Navidad el exceso de adornitos de colorines y plásticos, que le quite lo de que un Niño (¡un niño!) nació en un establo y tengo que alegrarme, que le quite lo de empacharse o emborracharse, y que mire el evento con los ojos y la querencia de una niña. Y veo ganas de disfrutar con quien todavía tengo cerca y amo. Veo ganas de alegrarme de andar viva y sana. Veo ganas de soltarle a un desconocido lo de “¡Feliz Navidad!”, cuando quiero decirle “¡que sea usted feliz, y yo también!”, y quedarme tan pancha.

Porque estoy harta de pasarlo mal, de ser seria y de renunciar a cosas y a gente, sin fijarme apenas en quién sigue a mi lado. Estoy harta del exterior displicente y amargado, y de esta adulta que encierra niñas y no soy yo. Me da igual lo que sea la Navidad, es un toque de campana para celebrar que vivo y me amo, todavía, para mí. ¿Y para ustedes?

¡Feliz Navidad!.


Nota: Este artículo fue incluido en el número de diciembre 2011 de la revista La Tribuna de Opinión, como Columna Personal de Lola Romero.

http://es.scribd.com/doc/74428039/La-Tribuna-de-Opinion-Diciembre-2011-La-revista-en-la-que-tu-puedes-opinar

lunes, 21 de noviembre de 2011

AVE FÉNIX

Una cree que no es posible, antes de que suceda. Cuentos mitológicos, fantasías que el alma humana no podría soportar; quizás no debería, pero ocurre, y se soporta. Más aún, se supera, descubriendo una nueva cualidad en la fortaleza que, como un milagro, surge del propio interior, sorprendiendo y sosteniéndote. No entiendes de dónde surgen esos brazos invisibles, pero los sientes, conteniendo el peso del espíritu dolorido que solo quiere caer, tirarse al suelo y fundirse con la tierra. Polvo al polvo, sueño inconsciente.

Sin embargo, a pesar de las horribles tormentas de llanto, desespero y soledad, aunque sientas que el incomprensible precipicio se abre bajo tus pies, y te pueda un vértigo atroz y un pánico desconocido, algo te va sosteniendo; algo propio, que no sabías que estaba ahí. El otro, el ser amado, se ha ido; da igual que sea su cuerpo el que ha dejado de existir, o solo ocurra que su alma no te acompaña, no te ama, se ha convertido, de repente, en un enemigo, en el contrario. En ambos casos, el dolor es inmenso, inimaginable, y la rabia llega, junto a los reproches y las dudas, como un tumulto. No puedes entender qué haces ya en el mundo, pero llega esa fortaleza extraña, dejando estelas de risas infantiles, y te levanta, te susurra que eres más que eso que piensas, te acaricia el alma herida, y te deja brotar el llanto, desgarrado, pero reparador.

No ves el proceso hasta que el tiempo pasa, y te das cuenta. Entonces, el milagro rebelado se hace más grande porque, verdaderamente, has creído morir, y quizás has muerto. Has muerto como quien eras y nace ese otro “yo”, tan fuerte, tan mágico, tan increíble, tan parecido y tan distinto a quien eras o creías ser. La dualidad, entre ese “tú” anterior y el que va surgiendo, se mantendrá por un tiempo. La confusión se resistirá a marcharse, igual que la tristeza y la autocompasión. Pero ahí está esa magia de brazos poderosos que te seca el llanto cuando se hace excesivo y te devuelve a la vida.

Y, un día, vuelves a sonreír, con toda sinceridad, y te encuentras preguntándote de dónde sale esa sonrisa. Sigues siendo presa del dolor, pero sonríes, y te sienta bien. Es cuando comienzas a percibir el aleteo, débil en un principio, de esa criatura que ha estado forjándose de tu propio desespero, de la destrucción de quien eras. A veces, vislumbras incluso su plumaje; es tornasolado y de tonos suaves, rosado bajo las alas, todavía cortas; alza la pequeña cabeza en un gesto de desafío sin amenaza, y tiene por nido esos brazos poderosos que contuvieron las briznas ardientes de tu otra vida.

El ave fénix existe; vive dentro de nosotros, esperando que seamos cenizas para renacer, para mostrarse, haciéndonos más fuertes, más sabios, mejores…, o distintos. Porque, si has conseguido dejarle nacer sin sucumbir ante el desastre, cuando te estabas marchitando, ser distinto o mejor, es lo mismo.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Una semana de perros





Marcos se sirvió el café humeante y miró con cara de preocupación y por enésima vez hacia el rincón donde Gordo descansaba habitualmente. Vacio. En lugar de estar tirado junto a los armarios de la cocina, de donde costaba moverlo por costumbre, su perro andaba vagando por la casa, inquieto, con la mirada perdida y con la gomosa lengua fuera, como si no pudiera más con su excitación. Llevaba así justo una semana, y cada vez a peor.

Lo más extraño era que, aquella impaciencia, había brotado después de largos meses de haberse sumido en una especie de letargo parecido a desidia. Gordo, su Gordo, siempre tan alegre, vital y cariñoso desde que era un cachorrillo, empezó a comportarse apáticamente, como desentendiéndose de todo y todos, incluido el amo. No dejó de comer como la fiera que era, ni descuidaba sus costumbres, salvo la de moverse. No se le veía tampoco tristón, ni daba signos de otra cosa que de no querer moverse y de no querer saber nada de nadie. Se sacudía, molesto, cuando Marcos le acariciaba el pelaje o buscaba animarle al juego. Luego, más harto que fatigado, se iba en busca del lugar que le pareciese más inadvertido, y se echaba con la cabezota sobre las patas, durmiéndose casi de inmediato. Tampoco es que estuviese cansado, porque trotaba como de costumbre cuando lo sacaba a pasear, sin ningún esfuerzo ni queja.

Lo llevó al veterinario, en aquellos días, y una larga inspección dio como resultado que, a Gordo, no le pasaba nada. Asombroso, pero cierto. El especialista le dijo a Marcos que, los perros como las personas, podían cambiar de carácter al paso de los años; que no se preocupara demasiado. No es que Gordo fuese tan viejo como para temer que sus energías se agotaran, pero se había vuelto un perro dormilón y muy independiente. O, incluso, descastado, porque lo siguiente que notó Marcos es que el perro le miraba, desde el rincón donde se decidiese a tumbarse, con ojos de displicente repulsa o censura. Era, a su parecer, como si el can se estuviese aburriendo de él…Y sonaba absurdo, lo sabía.

Y, de repente, cuando casi se estaba acostumbrando a aquél raro “status quo” en el que ambos convivían pero se distanciaban, Gordo empezó con su desbordada inquietud.

Todo comenzó hacía una semana, el viernes anterior a éste, cuando al regresar a casa oyó los ladridos furibundos del perro, nada más abrir la puerta. No es que esperase que saliera a su encuentro, como antaño, porque el viejo y afectuoso Gordo ya no estaba, y la nueva “personalidad” del perro era quedarse a sus anchas aunque su dueño llegase a casa, sin muestras de ningún entusiasmo por la esperada compañía. Pero aquellos ladridos, casi rabiosos, le alarmaron.

Fue hasta la cocina, de donde procedía el sonido, esperando encontrarse algún estropicio por lo que fuera que había puesto nervioso al perro. Pero todo estaba en orden, si exceptuamos al propio Gordo que, en el centro de la habitación, ladraba irritado y mirando con fijeza enojada a su dueño. A Marcos, aquella mirada furibunda le sonó a reproche en toda regla. Después de acusar el golpe, se acercó al perro e intentó calmarlo, pero los ladridos iban en aumento, mientras con las patas el animal intentaba apartarle y no dejaba que le tocase. Sorprendido, Marcos miró a su alrededor, por si descubría el motivo del enfado, y reparó en que el cuenco del agua estaba vacío. Con paciencia, fue a rellenarlo y se lo ofreció a Gordo, quien se acercó, dejando de ladrar, lamió apenas un sorbo y se largó, displicente, hacia el fondo de la casa. El resto de aquella noche se ignoraron, como ya era costumbre, y cuando Marcos se fue a dormir, vio a Gordo tendido en su cama, la de Marcos, roncando a pata suelta. Era la primera vez que se tomaba tal osada libertad.

El sábado por la mañana, día de dormir hasta que el cuerpo quisiera, unas fuertes sacudidas despertaron a Marcos. Abrió los ojos, para encontrarse con la enfadada cara de su perro a pocos centímetros, mirándole con tanta exigencia que se sentó en la cama de golpe.

-¿Qué te pasa, tío?- preguntó a la cara peluda, que en respuesta empezó a ladrar de nuevo, dando media vuelta con agitada fogosidad y alejándose a buen paso, como reclamándole. Le siguió, aún somnoliento, para ver al perro esperándole con paciente impaciencia junto al recipiente vacio de su comida. Se apresuró a servirle, y Gordo comió con ansia y volvió a perderse en la casa, dando vueltas sin parar, como atrapado en una nerviosa intranquilidad.

Tras su propio desayuno, Marcos le puso la correa al perro- cosa harto complicada aquél día, cuando nunca lo había sido, porque Gordo se revolvía, intentaba mordisquearle la mano y se puso gruñón y reacio- y se lo llevó de nuevo al médico de perros. El diagnóstico fue el mismo que la vez anterior, al “chucho” no le pasaba nada. Y, para hacerle quedar mal, pensaba Marcos, se comportó con relajada tranquilidad mientras el veterinario y su ayudante le reconocían. Nada de enfermedad, nada de época de celo, porque ni lo era y porque aquél asunto había sido resuelto hacía años. Ni Marcos ni el médico salían de su extrañeza.

En el regreso a casa había vuelto la irritación y el nerviosismo. Gordo tiró de la correa que empuñaba su amo, como si Marcos avanzase demasiado lento para el frenesí del perro, y subió al asiento trasero del coche con ímpetu y casi impaciencia. Estuvo quieto durante el trayecto, pero jadeaba y gruñía, como de mal humor. Marcos se devanaba pensando qué diablos le estaba pasando a su perro, y rechazando un pensamiento que insistía en volver una y otra vez a su cabeza: su mascota empezaba a odiarle, no le quería.

El resto del día fue un ir y venir de Gordo de habitación en habitación, inquieto, inaccesible, entre resoplidos enervados y miradas irascibles. Ni el acostumbrado paseo le tranquilizó, aunque fue el único momento en el que pareció el de siempre y se comportó bien por la calle. Pero al entrar en el portal de la vivienda que compartían, dio muestras de querer soltarse y, cuando Marcos, obediente, le soltó, subió frenético las escaleras hasta el piso, apartándose el máximo posible de él.

Después de la cena, Gordo decidió echarse a dormitar frente al televisor. Marcos cenó más tranquilo pero, al instalarse él mismo en el sofá y encender el aparato, Gordo alzó el morro y comenzó con sus alterados ladridos. Completamente anonadado, el hombre optó por apagar la televisión, y la calma volvió, de repente. Preocupado, Marcos cambió sus planes y no salió de casa, aquella noche, como había planeado. Sus amigos no parecieron encontrar muy razonable su real pretexto de que quería vigilar el comportamiento de su perro, pero zanjó la cuestión. Gordo le miró con inquina, cuando colgó el teléfono.

Aquella misma noche, al invitarle a entrar en la alcoba para dormir como tenían pactado, Gordo no se movió y prefirió quedarse en el salón, ocupando casi todo el sofá, como llevaba haciendo toda la noche. Marcos le dejó, después de mirarle con intensa preocupación, y se fue a acostar. Fue despertado a media noche, por un hocico húmedo y frenético que le golpeaba en la cabeza, mientras las patas del perro le empujaban como queriéndole tirar de la cama. Desconcertado y algo irritado, Marcos observó al perro que, al verle en pie, echó a correr hacia la entrada de la casa, donde se puso a ladrar hasta que él llegó.

-¿Salir?, ¿ahora quieres salir?- interrogó el hombre, mientras el perro giraba sobre sí mismo como loco, deteniéndose solo para mirarle con exigencia y ladrar con insistencia, de vez en cuando. Marcos no sabía qué hacer, pero la situación empezaba a cansarle. Otras veces, Gordo había salido solo de casa, siempre por algún descuido suyo y en escapadas de perro adolescente, y había vuelto al poco rato, sin problemas. Se rascó la cabeza, y el perro pareció imitarle haciendo lo propio. Marcos soltó una carcajada ante el gesto; le pareció ver al perro de siempre, al que tanto quería, y pensó que quizás solo tenía un exceso de energía pasajero, y que era mejor no forzar la situación y esperar a ver qué pasaba. Así que, aún a regañadientes, abrió la puerta, y el can escapó apenas se hizo una rendija para poder hacerlo. Marcos volvió a cerrar y regresó a la cama, no muy seguro de haber obrado bien.

La mañana de aquél domingo, Gordo aún no había dado señales de vida cuando su dueño terminó de desayunar. A las once, después de no poder concentrarse en ninguna tarea y de dar vueltas impacientes por la casa emulando la actitud de los últimos días de su perro, se decidió a salir aunque éste aún no hubiese vuelto. Le parecía ridículo tener que estar esperando el regreso de un perro, su perro; era como si hubiesen intercambiado sus papeles, de forma absurda. Se disponía a marcharse, cuando unos zarpados en la puerta le hicieron abrirla precipitadamente y allí estaba Gordo, más ufano, tranquilo, y se diría que casi sonriente que nunca, si es que los perros pueden sonreír. Marcos le dejó en casa y salió.

El resto de aquél día y los sucesivos fue una repetición de la misma rutina, incorporando las ansias por marcharse solo del perro, cada anochecer. Pasaba la noche fuera de casa y volvía de madrugada, o cuando el amo estaba a punto de salir hacia el trabajo, sosegado y displicente, aceptando la comida pero no los mimos. Siguió con el nerviosismo, pero más introspectivo, tensándose solo si Marcos se le acercaba con ánimo de hablarle o acariciarle. Era como si el perro le rehuyera, pero aceptase las comodidades de vivir con el humano.

Y, llegó aquél nuevo sábado, en el que, de pie en su cocina, Marcos tomaba un café caliente y pensaba cómo solucionar el rechazo hacia él de su mascota. El animal, mientras tanto, paseaba de aquella forma errante y frenética desde que había llegado de la calle, hacía unos minutos. Por eso le extrañó el repentino silencio, cuando acabó de fregar los cacharros, al cabo de un rato. Salió al salón, enjugándose las manos en un trapo, y halló al perro sobre el sofá, estiradas las patas delanteras, erguida la cabeza, serenos y resueltos los ojos pardos. Se acercó a él, dudoso, porque el antiguo Gordo parecía estar en aquél rostro noble y firme.

-¿Cómo estás, chico?- musitó Marcos, acercando una mano afectuosa hacia el perro.

Pudo acariciarle, y Gordo no protestó ni intentó resistirse, aunque no respondió excesivamente a la caricia. Marcos tomó el fuerte hocico entre sus manos.

-¿Qué es lo que te pasa, eh?, ¿sabes que me tienes muy preocupado?- le dijo con énfasis emocionado. Por respuesta, el perro separó sus patas delanteras y descubrió lo que guardaba bajo ellas: la correa de paseo. La tomó entre sus dientes y la ofreció a su dueño.

-¿Ya quieres salir?; está bien, un paseo de sábado para hacer las paces, ¿de acuerdo?- aceptó el hombre, poniéndole ya el artilugio sin observar rechazo ni impaciencia.

Salieron juntos, y el perro se mostro sumiso y correcto. Fue un largo paseo, bajo el sol de media mañana, en el que ambos se mantuvieron ensimismados, como si solo les interesaran sus propios pensamientos y tolerasen apenas la presencia del otro. Marcos decidió que ya era hora de volver a casa, y hacia allí se encaminaba, cuando el perro se detuvo y se volvió hacia el dueño; éste se agachó para mirarle a los ojos.

-Y, ¿ahora qué quieres?- le dijo. Ladrido.

-¿No quieres volver a casa?- Ladrido exasperado.

-¿Se puede saber qué te pasa?- Ladrido, ladrido, ladrido furioso.

Marcos observó que una neblina gris empañaba los ojos del perro; si hubieran sido ojos humanos, hubiera dicho que era decisión y…miedo.

-¿Es eso?, ¿no quieres estar en casa?- repitió

El perro le miró con furia, y él creyó ver un enorme desprecio, como si hubiera dicho una tontería, cuando le empujó con el morro, tirándole al suelo. Se incorporó, sintiéndose extrañamente triste y furioso a un tiempo.

-De acuerdo; ¿es por mi?, ¿es a mí a quien no quieres ver?-

Gordo apartó la mirada un segundo, diríase que avergonzado, y volvió a mirarle con aquellos ojos envelados de cruel rechazo. Empezó a ladrar, arañándose el cuello en su pugna por deshacerse de la correa; parecía totalmente fuera de sí, ansioso tan solo de escapar de allí. Marcos lo entendió, y ya no le cupo ninguna duda del repudio. Con manos temblorosas, soltó la correa del cuello del perro, mientras le decía:

-No tienes que quedarte, si no quieres. No sé qué te he hecho, ni que tienes contra mí. Dicen que el perro es el mejor amigo del hombre, pero debe ser si quiere serlo…

Apenas se sintió libre, Gordo le miró triunfal, sin que aquella nube de pavor y libertad dejara de brotar de sus ojos acuosos y desquiciados, y salió corriendo a escape, perdiéndose en un cruce de calles. Marcos le vio alejarse, y pensó que nunca más le vería. Salió a buscarlo muchas veces, después; incluso lloró por la marcha de su perro, pero no le encontró y él no regresó.