
Una lástima, me caía bien esta chica, y ¡era aún tan joven, tan ilusionada, tan ingenua…!. A veces parecía algo amargada, pero era simplona, la verdad. ¡Mira que no darse cuenta de la vida que llevaba!...Así le ha ido, al final, hay que enterrarla, ¡ay!
Siempre desviviéndose por los demás, siempre intentando agradar, ser la mejor, sorprender…Y se olvidaba de ella a cada paso. Y los demás también, debo decir…Lo pasó mal, los últimos años, la pobre.
Mira que yo se lo decía, “Mari, hija, que no es como te imaginas; lánzate a por lo tuyo y que espabilen los demás”; pero ella, nada, que decía que sí pero seguía en lo suyo, encaparrada en que algún día se darían cuenta de lo mucho que valía, en que su príncipe azul despertaría como el Ceniciento que era- más bien cenizo- y en que le agradecerían los esfuerzos, los desvelos, los llantos a escondidas…Y, claro, como yo vivía tan, tan abajo suyo…, no me oía bien.
Pero era buena chica, la Mari. Para empezar, odiaba que la llamasen Mari, pero apechugaba, como con todo. No sabía decir que no, aunque ella creyera que sí. Se las daba de dura, pero se estaba amuermando, secando poco a poco como una hojita caída. Estaba claro, pero ella no se enteraba. A veces salíamos juntas, y una tomaba el relevo de la otra. Si hablaba yo y se dejaba guiar, todo era más llevadero, hasta se divertía; si le daba por hacer la suya, volvía a casa amargada perdida y se escondía a llorar…., porque nunca hacía lo que de verdad le apetecía.
Se había convencido de que lo tenía todo hecho y servido en la vida: esposa abnegada- nunca mejor dicho-, madre sufrida, ama de casa sin más ambiciones… ¡ah, y secretaria, confesora, confidente, psicóloga, médico y lo que se terciase!...De todo, menos ella misma.
Había renunciado a mucho, por ser todo eso. Tenía cualidades, era alegre, aunque los tóxicos de la convivencia le agriaran el carácter. Era lo que se llama “una mujer apañá”, pero cada vez pasaba más desapercibida, esperando, siempre esperando, que todo eso se apreciara.
Al final, su mundo se desmoronó y no pudo con el trancazo. Se murió, la pobre, o la mataron tantas ingratitudes.
Y, ahora viene la parte chunga porque, aunque lamento su muerte, no me queda más remedio que alegrarme por mí, que disfruto ahora de su vivienda, más alta, más despejada y con mejores vistas. En su honor, he empezado por hacer limpieza y ponerlo todo a mi gusto…, que es el suyo. Aún quedan cosas que me la recuerdan, pero intento verlas cada vez con más con paciencia, un puntito de tristeza y ganas de cambiarlas, en su nombre.
Quiero demostrarle, allá donde esté y por si puede verme, que las cosas pueden hacerse de otra manera, sin partirse el alma en silencio. Quiero que descanse en paz. Por eso he comenzado a hacer que me llamen María, que es mi nombre real y me gusta más.