La jaula es cuadrada, pequeña, mediocre. El pájaro canta y se mueve en ella, saltando de palito en palito, como si no le importara la limitación de espacio. El niño lo mira con expresión compungida y aprensiva, lamentando ese encierro. No puede quitar los ojos de la jaula, mientras oye los trinos, preguntándose cómo puede cantar el pájaro si es tan infeliz como prisionero. Su infantil corazón se encoje de tristeza por ese animal enjaulado.
El pájaro sigue entonando su melodía, aunque no sabe que es una melodía. Tampoco sabe que está encerrado, ni le importa, como no sabe ni le importa que el niño le mire. Ausente de esa otra realidad humana, el pájaro es feliz porque se sabe vivo, nada más. Da saltitos vigorosos donde puede darlos, trina porque le impele su instinto y disfruta de su rutinaria comida, su poquito de agua y su monótona existencia. Se amolda a sus límites porque no los nota.
El niño siente cada vez más tristeza por ese pájaro que canta tan bien y no puede volar. Él lo imagina libre, surcando los cielos, posándose en los árboles de un bosque lejano, con otras aves. Él, lo imagina creando su nido en una rama, cuidando de una pareja y una prole, como le han enseñado en la escuela y los documentales de la tele. Le gusta el pájaro de la casa de la abuela, pero sufre por él en cada visita. Si se atreviera…
Transcurre la tarde, charlan los adultos sentados en el sofá, finge jugar el niño sobre la alfombra, reparando más en la jaula del pájaro que en sus juguetes. Ese trinar esporádico le pone nervioso hasta sentir cierta irritación por ese pájaro que no se sabe si pide ayuda o canta de dicha. A él, al niño, le suena a sirena de alerta, a grito de socorro, a libertad coartada. Quiere liberar al pájaro, verle huir, que se acaben esos trinos agudos, aflautados, inmisericordes.
En cierto momento, los mayores se levantan y cambian de habitación, y el niño aprovecha para acercarse a la jaula. El sol se oculta, rojizo, incendiario, tras los visillos de la ventana, y el pájaro gira su cabecita hacia él, hacia ese espacio que nunca henderán sus alas, en busca de libertad. Indiferente, rasca con el pico entre el plumaje de su nuca, sacude el cuerpecillo como en un espasmo, vuelve a saltar. El niño agarra los barrotes oscuros con sus deditos gordezuelos, tienta el portillo de la jaula, observa al pájaro con la pena agolpándose en sus ojos de pequeño humano.
Mira hacia atrás, y ve a los mayores entretenidos en la otra habitación. Su mirada se traslada entonces hacia la ventana, mientras avanza ya una manita trémula hacia la manija del pestillo. Un viento suave le da en la cara, cuando abre la hoja de la ventana. Huele a humo y aire fresco. “¡Suéltalo!”, dice una voz en su cabeza, y se le acelera el pulso y los latidos en el pecho, en tanto una mueca de determinada decisión le cambia el rostro.
El pájaro no ha podido resistir la inercia del vacío. La jaula colgaba, inclinada y con la portezuela abierta, sobre el quicio de la ventana y, el animalito, empujado hacia el exterior de repente, solo ha podido seguir la fuerza de su instinto de especie y echarse al vuelo. Aletea torpemente unos segundos, girando sobre sí mismo, hasta que parece orientarse y asciende en el aire alejándose del edificio que ha sido su hogar y su prisión durante la mayor parte de su vida. Un miedo maquinal le desorbita la mirada de ojos saltones, agita las alas con aspecto fatigado, pero ya no le ve el pequeño humano que le ha lanzado a esa enormidad espacial que le desconcierta y le asusta.
Sonríe el niño, devolviendo la jaula vacía al gancho de origen, junto a la pared. Regresan los mayores, y la abuela lanza una exclamación alarmada, mientras unas manos zarandean ya al pequeño reclamando explicaciones. “Quería que volase, mamá”, replica él, muy ufano y tranquilo tras la hazaña.
La noche ha sido fría, y una resbaladiza escarcha da brillo a las aceras. Amanece, y solo la escoba de los barrenderos madrugadores rasga el sueño de la ciudad aún dormida. Entre la hojarasca, los papeles y el polvo del suelo, el cepillo arrastra hasta el recogedor un cuerpo flácido y pequeño. Está gris el plumaje, de suciedad y vencida impotencia; el pájaro está muerto, aunque nunca supo porqué. El niño tampoco.