El terror es oscuro, y el hombre lo percibe en todo su
esplendor azabache. El miedo acerbo le rodea, impidiéndole ver nada más que esa
completa negrura que parece amenazar su vida, convirtiendo en cacofonías los
sonidos, llenándolo todo con un halo de sospecha y desespero. Por eso siente
esas ansias de correr, correr huyendo de no sabe qué, hacia no sabe dónde.
Correr, dejando todo atrás, sin distinción ni prioridad, mientras los nervios
se disparan, los músculos se tensan y la mente se obnubila. Correr, marchar,
escapar, como una consigna desquiciada que se repite en su cabeza. Es de lo
único de lo que está convencido, de querer huir, de no querer mirar más esa
negrura que él cree que es el entorno pero que está en su interior, llenándolo,
invadiéndole como un parásito espeso y correoso.
Y corre, y se aleja, y sigue corriendo aunque en realidad se
despeña en la cuesta abajo de su loca carrera. Porque, en la negrura, no se ve
cuando acaba el camino, o cuando se desvía el rumbo apartando los pasos del
sendero y llevándolos al precipicio. El hombre se desmorona, aunque cree que ha
huido y aunque cree que corre, y sus pies aún dan zancadas en el inmenso vacío
oscuro.
El paso del tiempo le ha amansado. Yace en un lugar
oscuro, que puede ser la misma oscuridad que le ha hecho correr pero que ahora
percibe familiar, inevitable, adherida como una pesada coraza que protege pero aísla.
No recuerda de qué se tenía que proteger, ni siquiera si era necesario o solo
una sensación pero, esa negrura que le atrapa y le mantiene acurrucado contra
ella, le dicta pensamientos de irremediable defensión.
Y, sin embargo, se siente indefenso. Aunque ha corrido, aunque se ha despeñado sin darse cuenta, aunque se sabe lejano y caído, siente la amenaza todavía cercana, rodeándole. Es por eso que se levanta, da dos pasos, ciego como un topo en mitad de ese oscuro túnel que es su vida, sin comprender que no huye de la negrura porque existe en medio de ella.
Y, sin embargo, se siente indefenso. Aunque ha corrido, aunque se ha despeñado sin darse cuenta, aunque se sabe lejano y caído, siente la amenaza todavía cercana, rodeándole. Es por eso que se levanta, da dos pasos, ciego como un topo en mitad de ese oscuro túnel que es su vida, sin comprender que no huye de la negrura porque existe en medio de ella.
El dolor de su cuerpo le da un motivo para quejarse, para
sentirse más impotente y más víctima, da igual de qué. Se queja del dolor, y
eso aumenta la negrura, pero también aumenta el malestar. Vaga sin rumbo, compadeciéndose
de sí mismo, incapaz de detenerse o de pensar en otra acción. Desde luego, nada
de volver atrás, nada de mirar de dónde ha huido…; le asusta pensar que allí
luciera el sol y solo su pánico egoísta le indujese a escapar. Le asusta haberse
equivocado, como le asusta seguir adelante. No existe lo que no ve, ni lo que
no reconoce, y él no ve nada y, por tanto, nada reconoce. Ni siquiera el miedo,
que se ha instalado ya entre sus vísceras, que es lo que respira y lo que
digiere a diario. Miedo negro, denso, convirtiéndose en parte de él mismo.
Sus manos palpan otro cuerpo, otra alma perdida en esa
oscuridad. Se aferra ávido, desesperado, y la otra persona le agarra también
con parecido afán. La soledad, al menos, termina con ese hallazgo mutuo. Juntos caminan los siguientes pasos y, al
cabo de un tiempo, el otro cuerpo busca su abrazo, tiernamente, cálidamente. Él
responde, no por amor, quizás por gratitud, quizás por posesión, pero sobre
todo por temor.
Temor a perderle, a volver a estar solo. Prefiere a ese alguien
desconocido que el vacio oscuro, el silencio hiriente, los ecos del pasado. Se
queda junto a esa persona, compartiendo alimento, calor en el cuerpo y frío en
el alma angustiada. Compartiendo temor, nuevo y viejo temor. Triste, inquieto,
anquilosado y oscuro, muy oscuro temor.