Hacía días, semanas, que la casa crujía y se quejaba como
una vieja matrona resabiada. Ella la escuchaba, pero se había habituado a no
hacerle caso porque ese era el menor de sus males. Soportar el dolor que explotaba
en su pecho con el obsesivo evocar del duelo, le ocupaba demasiada energía; no
importaban unos cuantos ruiditos misteriosos, ni el enfado de una casa. Porque,
de eso se trataba. La casa estaba enfadada con ella desde que averiguó su deseo
de abandonarla, de marcharse, después de toda una vida juntas.
Notarlo había sido algo paulatino. Primero, vino aquella sensación
de protección, de acogimiento, cuando acababa de morir su marido. Era curioso
que, ella, que siempre había sido miedosa y se alarmaba ante cualquier sonido
cuando estaba un rato a solas, no sintiera ningún miedo al quedarse realmente
en soledad. Era como si las paredes de su hogar supieran de su desgracia y la
compadecieran, ayudándole a sobrellevar la tremenda pena con la desaparición de
sus temores. Le extrañó aquella calma serena, aquel no temer a la intrusión de
extraños o de ficticias sombras que a menudo rondaban su cabeza. Lo achacó a
que, ahora, algo realmente grave e importante había ocurrido, y su desbordada
imaginación se dejaba de tonterías para centrarse en la dura realidad.
Se dejó mecer en la intimidad confortable de su casa,
durante un tiempo, para acatar los imperativos del tremendo dolor: llorar hasta
quedar rendida, días de no comer, no salir, no pensar más que en la forzada
ausencia. Y las familiares paredes silenciaron su llanto, calmaron poco a poco
los tremendos ataques de desesperada ansiedad, apaciguaron su alma dolorida y
desquiciada. Y, así, durante meses, luego un año, luego dos…
Podría haberse quedado allí, encerrada en aquella paz
mortuoria, pero no lo hizo. La vida, su propia vida, la reclamó de entre los
brazos de la muerte de su pareja, y ella se encontró saliendo de aquél lóbrego
agujero que había sido su mente transida de duelo. Lo que fue más definitivo:
saliendo de su súper protectora casa y volviendo satisfecha de sus incursiones
al exterior, por la noche.
La casa lo percibía y se iba recelando de sus salidas. Como de una compañera fiel y celosa, ella notaba la leve frialdad entre las cuatro paredes que eran su hogar. No hizo caso, ni tampoco cuando, de repente, los muebles empezaron a crujir, uno tras otro, por las noches; ni cuando el ruido de algo que caía al suelo la despertaba y, al ir a mirar, todo seguía en su sitio. Ni cuando oía desde la cama arrastrar de muebles o puertas que se cerraban.
Sí, claro, podía pensarse en la presencia de un fantasma, de caer en la supersticiosa tentación; pero ella sabía que no era eso, que estaba sola, y que el alma de su esposo descansaba en paz lejos de allí, cercana solo en su recuerdo. Sabía que era la casa, y el conocimiento que ésta tenía de su cada vez más decidido deseo de partir, de dejar atrás aquellas paredes y el pasado que las unía a ambas.
La casa lo percibía y se iba recelando de sus salidas. Como de una compañera fiel y celosa, ella notaba la leve frialdad entre las cuatro paredes que eran su hogar. No hizo caso, ni tampoco cuando, de repente, los muebles empezaron a crujir, uno tras otro, por las noches; ni cuando el ruido de algo que caía al suelo la despertaba y, al ir a mirar, todo seguía en su sitio. Ni cuando oía desde la cama arrastrar de muebles o puertas que se cerraban.
Sí, claro, podía pensarse en la presencia de un fantasma, de caer en la supersticiosa tentación; pero ella sabía que no era eso, que estaba sola, y que el alma de su esposo descansaba en paz lejos de allí, cercana solo en su recuerdo. Sabía que era la casa, y el conocimiento que ésta tenía de su cada vez más decidido deseo de partir, de dejar atrás aquellas paredes y el pasado que las unía a ambas.
Tenía que suspirar con fatigada paciencia, cuando recordaba
que la solución para poder alejarse de allí pasaba por vender la casa. Y la
casa no iba a dejar venderse, porque la quería allí. Hubiera, entonces, podido
empezar a odiar aquél refugio que había sentido su hogar, pero no lo odió,
porque a algo dentro de ella también le pesaba tener que abandonar la comodidad
aprendida de tantos años. No era fácil pensar en decir adiós a los rincones, los
familiares olores de cada habitación, la seguridad de madriguera de cada
espacio. Pero estaba en el lugar equivocado, donde ya no le correspondía, y lo
sabía. Lo sabían las dos, ella y la casa.
A veces, compungidos pensamientos la tentaban a no buscar
otro hogar y quedarse allí, en el suyo, donde la sombra de su marido se
reflejaba acentuando la ausencia. Demasiado tiempo viviendo allí, demasiadas
experiencias, recuerdos, sensaciones, compartidas entre aquellas cuatro paredes
que crecieron para ellos, que se levantaron con ellos, que les habían visto reír
y llorar, pelear y amarse. Demasiado; y en un entorno que solo cuadraba para
ambos, no para la soledad de uno de ellos. Sentía en su fuero interno que era
la propia casa quién se lamentaba, enviando a su mente aquellas ideas de
añoranzas e inseguridades. Pero debía partir, porque solo era ella, plenamente,
cuando se enfrentaba a sí misma lejos de allí. Porque solo fuera de allí reía
plenamente, sentía plenamente, volvía a ser un alma independiente de aquella otra
alma que ya no estaba.
“La pecera sí que importa”, empezó a decir en voz alta, más
para convencer a la casa que a sí misma. Y le respondía un silencio enfurruñado
pero condescendiente, como si a su alrededor algo entendiera su argumento pero
se resistiese a admitirlo. “No te irás”, parecía escuchar a veces, aunque no
era más que eco en su propia cabeza. “Debo hacerlo”, respondía sin palabras.
Y, un día, ocurrió y encontró otro lugar en el que, con solo
entrar, se encontró acogida, llamada. Sonrió, confortada, cerrando los ojos en
aquel entorno ajeno y que, sin embargo, sentía ya como propio. Las vibraciones
de todo le decían que era allí donde debía pasar los próximos años, que ese era
su propio hogar, el nuevo, necesario y vital punto de partida y retorno de su
nueva vida. La seguridad era tan aplastante que no vaciló a la hora de
comprometerse para adquirir los derechos de irse a vivir allí. La ilusionada sonrisa no le abandonó en todo
el trámite, ni siquiera hablando con los gestores de dineros, pagos y otros
deberes engorrosos para preparar el traslado. No pensó en su vieja casa hasta
que estuvo de camino a ella, ese día.
Ya había oscurecido cuando cruzó el umbral, la primera de
las últimas veces que lo haría. La casa parecía reposar en el silencio, pero no
era así; algo lacerado y resentido latía en el fondo de la vivienda. Actuando
como de costumbre, dejó el bolso en un asiento, se adentró hasta su alcoba, se
descalzó y se cambió de ropa, siguiendo los viejos hábitos, como si nada
pasase. La casa entera esperaba, tensa, apenas rota la expectación por la luz
de las bombillas que ella iba encendiendo y rompían las tinieblas.
Se acomodó en el salón, sentada en su rincón preferido del
sofá, justo el opuesto al que solía ocupar su difunto marido, como siempre.
Estiró las piernas, apoyando los talones en el borde de la mesilla, como solía.
Se llevó a los labios la taza de café que se había preparado momentos antes;
otra típica velada en casa. Pero la casa aguardaba, la observaba, resentida, sabedora
y recelosa.
“Las dos lo sabemos, a qué negarlo…”, dijo en el silencio
reinante. “Se acabó el capítulo que nos unía, hay que pasar página. No te
quejes, tú existirás más tiempo que yo; por eso no puedo quedarme. Mi vida aquí
se acabó con él, y lo sabes. Ahora, tengo que salir o dejarme morir aquí
dentro, y no puedo hacer lo segundo. A ti tampoco te gustaría, porque me
quieres. Te has encariñado conmigo, como yo me encariñé contigo tantos años… ¡Eras
mi hogar, aún lo eres! Pero, ya lo he dicho y bien lo sabes: debo empezar en
otro sitio, o quizás seguir…No sé qué me deparará el destino, no sé si me
arrepentiré de haberte dejado, o si seré feliz en esa otra parte, alguna vez…Sé
que me llama, me espera, quiere acogerme como me acogiste tú; nos acogiste, porque
entonces éramos dos y eras nuestro nido de amor… Ya ves, te dimos tanta vida
que hasta te resistes a renunciar a los dos…Me diste tanto abrigo que hasta te
hablo, como si fueras un ente vivo”… Soltó una carcajada tras ese comentario,
mientras algo en el ambiente se relajaba, muy levemente pero muy nítido, aún
vivo el dolor de la esperada despedida.
“Déjame marchar; házmelo fácil o, al menos, no tan costoso.
Ya es duro renunciar a la seguridad, y lo sabes. Si colaboras, si me ayudas,
podremos despegarnos satisfactoriamente la una de la otra…Así debe ser; yo debo
andar otros caminos y tu debes acoger a otras personas. He hecho por ti lo que
he podido: te he limpiado, acicalado, remozado…, te gustabas y me gustabas,
pero todo cambió. No tenemos la culpa ni tú ni yo; las cosas son así, sabes lo
mal que sale todo cuando intentamos resistirnos…Me hubiera gustado que él
siguiera aquí, conmigo…; nunca me hubiese ido, entonces, y quizás era eso lo
que no debía ocurrir. Por eso murió, se fue de mi vida.” Gruesas lágrimas
resbalaban ahora por sus mejillas, pero no se daba cuenta, de tan acostumbrada
a ellas. Una extraña paz la envolvía, y la casa la escuchaba con la sumisión de
lo irrefutable.
“Quiero seguir, quiero vivir, y sé que eso te alegra. Déjame
hacerlo desde mi libertad…Sé mi amiga de siempre, no mi tumba”, concluyó. Luego,
entornó los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo de su asiento y esperó, esperó
hasta quedarse dormida, arropada por el silencio calmo de la casa.
Al día siguiente, el ruido del timbre la sobresaltó a hora
temprana, mientras tomaba un desayuno escaso y solitario. Fue a abrir y se
encontró ante una sonriente pareja joven.
-Hola, venimos por lo de la venta de la casa- dijo la chica,
apretando nerviosamente la mano del hombre joven que la acompañaba. Fue una
alegre visita, recorriendo cada habitación entre exclamaciones complacidas y
planes de amueblamiento. Casi formalizaron la venta en aquella mañana, y
quedaron en hacerlo de modo más oficial, en los próximos días. Cuando cerró la
puerta de entrada y enfrentó de nuevo la soledad de la casa, una sonrisa
aliviada le llenaba el rostro.
“¿Lo ves’, no ha sido tan difícil. Te gustarán, creo que ya
te gustan, me recuerdan mucho a cómo éramos él y yo al llegar aquí…Y, gracias,
yo también te quiero, jamás te olvidaré”, pensó apoyada en una pared. Una brisa
fresca, de agradable olor, le acarició las mejillas.
3 comentarios:
Siempre es bueno desprenderse de lo acostumbrado por mucho que duela. Supongo que ante la pérdida de alguien querido es lo mejor: renovarse, intentar que la vida nos vaya llevando pero no dejarnos llevar por ella sin hacer nada por evitarlo
Buen relato, chiquitaja.
Un beso grande. Feliz fin de semana. Descansa, reina!
¡Qué relato tan bonito!!! Me ha encantado, Lola. Besitos
Mari, ¡que gran verdad dices!: "no dejarse llevar", eso es parte del mensaje que quería trasmitir. Otro beso grande también.
Tocaya, gracias, muchas gracias por estar ahí. Me alegro de que te haya gustado ;) Besitos, muchos..., hablamos.
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