Conocimos a la tía Luisa cuando mi hermana sufrió su primer
descalabro amoroso. La tía Luisa era una leyenda familiar, casi un mito- al
menos para nosotras- porque había sido el “garbanzo negro”, la rebelde de la
familia, la aventurera y nunca hija pródiga, durante muchos años y en una época
y un país en los que las mujeres no hacían esas cosas. Vivía sola y aislada en
un pueblo pequeño, al otro lado de la provincia, desde hacía varios años, y
ninguno de nuestros parientes se había relacionado con ella, más allá de unas
pocas palabras por teléfono, desde que
regresara de sus aventuras mundanas. Se suponía que nadie en la familia le
guardaba rencor ni la menospreciaba, pero cuando se la nombraba era entre
murmullos y como ejemplo a los menores de lo que era reprochable. Por eso se
convirtió a los ojos de mis hermanos y a los míos en una especie de difusa
figura legendaria, misteriosa y atrayente, como todo lo marginado o prohibido.
Corrían los años ochenta, y corrían deprisa para mi hermana
y para mí, que estábamos en plena adolescencia. Yo tenía diecisiete años, y
Maxi diecinueve. Ella acababa de descubrir que su formalito y silencioso novio,
Jero, se iba directo a un pisito de la calle Toledo donde habitaba una compañera
suya de trabajo, modernísima integrante de lo que empezaba a llamarse “movida
madrileña”, después de su paseo diario, encandilado e inocente con ella. Maxi
no paró de jugar a los espías, hasta que
pilló a su novio en paños menores, cuando llamó a la puerta de la chica y ésta
abrió confiadamente, en bata. Hacía calor, pero hasta mi hermana en su tontuna
adolescente sabía sumar que dos y dos son cuatro. Total, que se deshicieron los
planes de boda, cuando el ajuar ya iba por la mitad, y se deshizo el corazón
herido de mi hermana, víctima de una depresión de caballo.
Fue tras meses de lloros incesantes, encierros eternos en su
habitación, y la amenaza de una anemia incipiente por no comer absolutamente
nada sólido durante aquél tiempo, cuando mi madre, alertada por el médico al
que obligó a ir a Maxi, decidió enviarla de vacaciones, a tomar el sol y el
aire puro del campo, a ver si así se le aclaraban las ideas a su mente embotada
de amor despechado. Y no había nadie más a quién recurrir y que saliera gratis,
más que a la tía Luisa. Por eso, porque era gratis, y para que viajase con
alguien que la vigilara, fui la designada para acompañarla.
En el viaje en tren, y mientras mi hermana se dedicaba a
mirar por la ventanilla como alelada, yo iba imaginando cómo sería aquella
mujer desconocida y misteriosa. Me parecía muy generoso por su parte que
hubiera aceptado acoger en su exclusivo refugio a dos sobrinas zangolotinas y a
quienes no conocía. Sobre todo, porque sabía yo que la opinión despectiva de
mis padres y mis otros tíos, sobre su comportamiento en el pasado, le había
llegado vía postal o telefónica, años atrás. A mí, en cambio, lo poco que sabía
de ella me producía mucha intriga y un poco de pena. La veía yo como resignada a ser la relegada
de la familia, ansiosa de agradarles a todos en algo para redimirse,
silenciosamente arrepentida de sus escapadas y su vida frívola de juventud. No
existían fotografías familiares donde ella apareciera, o las habían evitado a
mis tiernos ojos, así que no contaba tan siquiera con ese referente físico. Esperaba
ver a una mujercilla ajada, encogida, seguramente callada y algo amargada; pero
también la imaginaba a ratos como una rejuvenecida "femme fatale" , que se paseaba
por su huerta en negligé y fumaba todo el rato, recibiendo a sus muchos amigos
extranjeros y bohemios y bebiendo vino y champán en copas gigantescas. No sabía
a qué quedarme, y por eso me desconcertó lo que encontré. Hasta la segunda
semana de nuestra estancia en casa de la tía Luisa, ella fue para mí una permanente
sonrisa de rojo carmín en un rostro moreno.
La tía Luisa tenía unos ojos oscuros, pequeños y de mirada
penetrante. Parecía que aquellos ojos entendían qué pensabas, cómo eras o cómo
te sentías, antes de que hablaras o quisieras que lo supiera. Su mirada y aquella sonrisa dulce y sabia, me hacían
bajar los ojos al suelo cada vez que me las cruzaba. No sé porque, pero me
descolocaba su aspecto lozano, sencillo y a la vez distinguido. Me cohibían sus
maneras prudentes, de una eficiencia puntual y al mismo tiempo afectuosa.
Durante aquellos primeros días habló muy poco, limitándose el primer día a
enseñarnos nuestra habitación, con sendas camitas antiguas, y a invitarnos a
ponernos cómodas sin prisas, con su sonrisa recubierta de pintalabios, que yo
juzgaría después de sempiterna.
Pronto decidí que ella también nos estaba observando, como
nosotras a ella; o al menos como lo hacía yo, porque Maxi seguía sumida en su
propio mundo, cuyo eje era Jerónimo y su imperdonable traición. Era de agradecer
que la tía Luisa no resultase una de esas chismosas de pueblo, que te
acribillan a preguntas y que suponen lo que sucede antes de conocer la
realidad. Al menos, aquél silencio sonriente era más soportable, aunque fuese
acompañado de una inteligente mirada escrutadora. Mi hermana y yo, por nuestra
parte, nos dedicábamos a comportarnos como dos chicas modositas, a susurrar
entre nosotras en su presencia y darle apenas las gracias cuando nos ofrecía
algo o las buenas noches o los buenos días; esa era toda nuestra relación.
Pero, ya digo, solo durante la primera semana tras nuestra llegada. Después,
descubrí a la mujer que cambiaría mi modo de ver la vida.
Continuará....
1 comentarios:
Muy interesante este comienzo del cuento, La tía Luisa promete, espero el resto del cuento.
Cada día que pasa escribes, mejor, Lola.
Besos.
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