(Viene del relato anterior, continuación)
Mi hermana Maxi estaba realmente enferma; no sé decir si de
amor o de falta de amor propio, o de ambas cosas a la vez. Pero lo cierto es
que, el golpe afectivo que sufrió por culpa de su amado, la dejó seriamente
tocada anímicamente. El mal de amores le trajo otros males, y apenas dormía o
dormía demasiado, según el día; caminaba como si fuera a marearse y caerse, a
pasitos cortos y comedidos ,y llevaba
puesta siempre una expresión como de sonámbula, como si le sorprendiese y no le
importase al mismo tiempo lo que pasaba a su alrededor. Miraba como si
estuviera muy lejos de allí, como una miope a quién le cuesta enfocar lo que
tiene delante. A menudo, su
comportamiento me asustaba tanto que me sentía furiosa hacia ella. Intentaba
tener paciencia, como me recomendara nuestra madre, y la trataba como a una
niña minusválida y mimada, a quien hay que complacer mientras convalece. Me
sentía como su sombra, y eso me producía la controvertida sensación de estar
supeditada a ella y de compadecerle, todo junto. Por eso andaba yo también
abstraída, aquellos primeros días en casa de la tía Luisa, y solo me preocupaba
de que Maxi estuviera más o menos cómoda, de que nada nos molestara y de que
ella accediera a comer algo, cosa a la que seguía resistiéndose. La tía Luisa
se pasaba el día guisando, poniéndonos enfrente platos y fuentes de comida que
olían a gloria bendita, mirándonos en silencio y sin dejar de sonreír, y
desapareciendo a largos ratos, para reaparecer con las primeras sombras de la
noche. Yo me llevaba a Maxi a pasear por los alrededores de la casa, pero
enseguida se cansaba y me pedía que la acompañase a la habitación. Allí se
tumbaba a llorar convulsamente y sin reparos, y a murmurar: “no puedo soportar
tanta tristeza, Ana”, hasta quedarse dormida. Yo me quedaba a mirar su plácido
sueño, mientras serenaba mi propio ánimo, o bajaba a husmear en soledad por la
casa. Me aburría. Y el estado de mi hermana me sumía cada vez más en una
tristeza propia, irritada y culpable.
Una tarde, mientras vagaba por la casa desierta tras la
crisis nerviosa de mi hermana, encontré un fajo de viejas fotos en un cajón de
la sala de mi tía. El corazón se me aceleró de inmediato, y no pude resistir la
tentación de quitarles la goma elástica que las sujetaba y empezar a pasarlas
frente a mis ojos. Eran apenas diez fotografías, tres de ellas muy antiguas y
en las que reconocí a mi madre, convertida en niña de rostro fruncido entre un
grupo familiar. Las otras siete eran de tía Luisa, veinte o veinticinco años
más joven, junto a unas personas que no me sonaban de nada y que sonreían
alegremente ante escenarios inimaginables: la mismísima Tour Eiffel, un puente
de piedra, recargado de volutas como los de cuento de hadas, una playa profunda
y solitaria, plagada de palmeras y viento…Tía Luisa era en todas esas
instantáneas la misma sonrisa en un rostro pequeño, de rasgos suaves y
bronceado por el sol, pero mucho más joven y bello. También menos intenso.
Estaba tan embebida en mirar aquellas fotos, que no la oí
entrar. O quizás no la hubiera oído, de todas formas, porque era siempre rápida
y silenciosa. Fue el ruido de la puerta al cerrarse lo que me sobresaltó, y
para entonces ella ya estaba casi a mi lado. Esperé su enfado, un gesto de
disgusto al menos, pero seguía con su dulce e impertérrita sonrisa.
-Las has encontrado- dijo tan solo. Y apartó las fotografías
de mis manos sin brusquedad, colocándolas de nuevo entre las vueltas de la goma
elástica y guardándolas otra vez en el cajón.
-Son muy viejas- continuó diciendo, mientras tanto, en tono
amable y confidencial – A veces me olvido de donde las dejo, porque suelo
mirarlas a menudo…Debe haber manojos de fotografías como éstas desperdigados
por toda la casa… Me gusta recordar cada momento que representan; algunos me
hacen reír, como esas en que estoy con tu madre….¡Hace tanto tiempo!..., éramos
unas crías y ella ya era dramática entonces…-
Me sentí un poco ofendida por su comentario sobre mi madre,
aunque aún seguía avergonzada porque me hubiese pillado in fraganti.
-Mi madre no es dramática- musité; y ella contestó de
inmediato:
-¡Oh, sí lo es, querida; la conozco muy bien!-
Aquél “querida” me hizo sentir incómodamente reconfortada,
no supe explicarme porqué. Ella seguía sonriendo, aunque se había puesto a
pasear por la sala. Parecía tranquila y siguió hablando como en una charla
intrascendente.
-De pequeñas, a mi me intrigaba lo que pensaba mi hermana
¡Siempre andaba preocupada, siempre veía peligros acechantes, siempre estaba a
la defensiva de extraños!...Yo pensaba que debía ser agotador estar siempre tan
alerta de todo, como estaba ella. Me maravillaba que fuera tan fuerte y tan
lista…Hasta que me di cuenta de que no era fuerte, ni lista, solo dramática a
más no poder.
Acompañó la última frase con una carcajada que sonó como el
repique de un cascabel, profundo y alegre, sin rastro de enjuiciamiento o prepotencia.
Lo había dicho de modo tan natural como si adjetivara un rasgo de personalidad
innegable; imposible enfadarse por eso. Además…, mamá era dramática, era
cierto.
-¿Cómo está tu hermana?- preguntó, cambiando bruscamente de
tema, mientras se dirigía a la cocina. La seguí, por contestarle amablemente, y
le dije que Maxi dormía y que yo me aburría y por eso tuve la mala idea de
hurgar entre sus cosas. Hizo un gesto de desagravio con la mano, y se puso a
seleccionar unos cacharros para preparar la cena.
-¡No te preocupes!, aquí puedes mirar lo que quieras. No
tengo secretos, aunque no te voy a decir que me muera de ganas por contar mi
vida a nadie…- Se detuvo, y se giró a mirarme con un algo pícaro en su apretada
sonrisa de costumbre- Pero es posible que tú si te mueras de ganas de saber-
soltó de pronto.
Enrojecí hasta las cejas y bajé la mirada. Tenía ganas de
darme la vuelta y salir huyendo hacia la habitación donde dormía mi hermana. La
oí suspirar, y dijo:
-Veo, Anita, que mi hermana os ha contagiado a las dos su
forma dramática de verlo todo-
La miré, sorprendida, y me encontré con su amplia sonrisa
traviesa. Estalló en carcajadas y yo empecé a reírme también con ella.
Aquellas carcajadas me liberaron como si acabara de recuperar
la respiración después de estar asfixiándome. De repente, me sentí tan aliviada
de no sé qué carga, tan ligera y tan cómoda como si algún vínculo que nunca
debió romperse se acabara de restablecer. Mi tía me pidió que la ayudase a
cocinar, y me puse a ello muy dispuesta,
mientras ella no dejaba de contarme anécdotas de su infancia y la de mi madre.
Eran pequeñas cotidianidades sin importancia, pero lo contaba de un modo alegre
y algo nostálgico que daba gusto escuchar. Algunas de aquellas cosas me sonaban
por haberlas oído explicar a otros miembros de mi familia, o a mi propia madre,
pero la forma de hablar de la tía Luisa les daba una pátina de realidad, como
si acabasen de pasar, y sonaban más divertidas. Tan bien me encontraba, que por
primera vez en aquellos días fue Maxi quién tuvo que ir en mi busca, y no al
revés. Nos encontró en la cocina, riendo y charlando rodeadas del vaho de los
pucheros y preparando una ensalada de verduras frescas. Maxi se frotó los ojos
y dijo, absolutamente perpleja:
-¿Qué está pasando?-
Y yo creo que aquél momento fue también el de su despertar.
Continuará...
3 comentarios:
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Saludos
Soy Egus y como siempre eres... ¡ GENIAL !
Querida Egus, gracias!!!, como siempre :) Que le guste a la gente en quien confío, me anima mucho a continuar...Y tú para mí eres de esas personas.
Besos.
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