Todavía quedan en mi ciudad escaparates de aquellos que atraían poderosamente con su contenido al peatón apresurado o al paseante indolente. Son rincones especiales, muchas veces pequeños, estrechas vitrinas no más grandes que ventanas a comercios sencillos, ocupando los bajos de viejos edificios o en calles no demasiado comerciales. No tienen grandes vidrieras, material de atrezo, ni llamativas puestas en escena. No contienen más que el producto que se vende, presentado con la simpleza casual de una artesanía casera, y eso es lo que les hace tan atractivos, precisamente.
Ayer lo pensaba, mientras paseaba ociosamente por una zona que no visitaba desde hacía tiempo, y me veía sorprendida por pequeños comercios que aún subsisten, como de milagro, y cuyos escaparates mantienen el encanto, el poder de atracción a la vista y al (imaginario) placer de degustar lo que exhiben.
Una pastelería, especializada en chocolates desde principios del siglo pasado, que todavía atrae poderosamente con una reducida vitrina repleta de bombones hermosos, orondos, lujosos en sus vestiduras de papel de colores, deleite para sibaritas urbanos. Una minúscula perfumería, de cuya entrada surgen, invitadores, los aromas de fragancias antiguas, limpias y evocadoras. La tienda de pequeñas filigranas labradas en madera, cuadros ignorados y perfectos, maravillas hechas en cristal.Una panadería, corriente, el lugar típico donde los vecinos compran la diaria barra de pan, pero que luce hacia la calle, en sus apenas tres estanterías, unas cocas, unas pastas de té, o unos bollos de aspecto y olor tan incitadores que te devuelven a la felicidad infantil de hincarle el diente a cualquiera de esas dulces delicias y saborear, saborear y saborear, con los ojos cerrados.
Y me recordaban esos escaparates, por una extraña asociación de ideas que no podría explicar, a esas personas de aspecto anodino, algunas veces hasta no muy atrayente, a quienes de repente te sorprendes escuchando o leyendo y es como si acariciaran por dentro. Esas personas que saben calar en las almas -sin pretenderlo, además- y dicen o cuentan lo que necesitabas saber, entender o, simplemente, oír, en ese instante concreto o llevabas esperando muchos instantes atrás en tu vida. Te devuelven un trocito de paz, un pedacito de esperanza, un algo de confianza en la sabiduría y bondad humana.
Como los escaparates, puede que se disfracen de poesía, prosa, disertación o solo de simple conversación cotidiana, pero atrapan con sus palabras, sus razonamientos y su sencilla y peculiar brillantez. Es como tener un impresionante paisaje frente a los ojos y descubrirlo de repente, cuando apenas apreciabas lo que veías, bajo un cielo gris.
Se te ensancha la sonrisa; te olvidas de las preocupaciones, penas o temores del instante. Se queda la mirada prendada, vuelven los recuerdos de algo parecido, vivido y enterrado en el ayer de otra vida propia. Y sigue una su camino, ahora con el ánimo reconfortado, optimista y reflexivo, pensando que es una suerte toparse con esas pequeñas y modestas maravillas que perviven. Sean escaparates o personas que regalan autenticidad, sin artificios.