domingo, 5 de febrero de 2012

De cuentos soñados,o no- Marioneta




Era la más bella marioneta hecha por manos humanas. Su artesano, un hombre sensible y amante de su trabajo, la creó con cariño, sabiendo lo que hacía, deseando que fuera la más hermosa de sus obras. Y lo logró.

Era tan bonita, de aspecto tan frágil y, sin embargo, tan fuerte, flexible y armoniosa, que parecía etérea. Quien la veía, sentía deseos de tocarla, para ver si no se deshacía entre los dedos, si no tenía defectos que escapaban a la vista y el tacto podía revelar. Y no los tenía.


Fue entregada a la mejor modista conocida, para que la vistiera en consonancia, como si fuese la más bella y rica dama que jamás existió. Tanta era su belleza que, la costurera, conmovida y motivada, empleó en ella las más finas telas, las mejores, las más resistentes a pesar de su delicadeza, para que la arroparan siempre, o el mayor tiempo posible, como se merecía. Y su belleza aumentó.


La marioneta era la obra de arte más perfecta jamás creada. Así empezaron a tratarla, y ella daba lo mejor de sí misma, que era mucho, pues todo el que la veía disfrutaba de su belleza y de su arte.


Tan perfecta era que tenía alma. Nadie podía suponerlo, pero el alma de la marioneta, escondida dentro de aquél hermoso caparazón, fue haciéndola cada vez más irresistible de no amar y ser amada, como a las personas. Era imposible mirarla y no advertir en ella el amor, y no enternecerse con ella casi al instante. Un amor respetuoso y tierno que se expandía allá donde la llevaban.


De ella se prendó, como todos, un joven titiritero. Él nunca había estado cerca de la belleza, nunca había podido apreciar la sutileza del arte; él solo sabía manejar los muñecos que le daban de comer. Pero no pudo resistirse al influjo de aquella marioneta tan hermosa, y la deseo más que a nada en este mundo. El alma de la marioneta también deseó ponerse entre aquellas manos fuertes, jóvenes y recias, tan aparentemente capaces de tratar con ternura y proteger.


Como los dos se deseaban, acabaron estando unidos. El joven manejaban los delicados hilos de la marioneta y, ésta, sin que él lo supiera, ejecutaba sus propios movimientos, con tanta habilidad y perfección que él creía estar moviéndola pero ella era quien danzaba, de motu propio.


Así estuvieron varios años, en los que el triunfo del amor los llevaba al triunfo en los escenarios. La belleza de la marioneta no menguaba, y el titiritero se sentía importante y realizado. Pero el tiempo pasó; y, como pasa siempre con los humanos, el titiritero envejeció y empezó a creer que ella, “su” marioneta, no era nada sin él. Poco a poco, lo fue creyendo tanto que la contagió del mismo pensamiento. Ella empezó a pensar que no era nada sin quien manejaba sus hilos, y se dejó llevar.


En cuanto la marioneta dejó de creer en su propia hermosura, en cuanto confió tan solo en su dueño y señor, que antes era solo su compañero, su igual, la tristeza empezó a hacer mella en ella. Su esencia se replegó, haciéndole perder su brillo y su magia. Ya no destacaba por ser ella misma, sino por ser parte de él.


El titiritero, cada vez más envanecido, notaba ese cambio y lo achacaba a que la marioneta estaba desluciéndose, haciéndose demasiado vieja. Con ninguna sensibilidad, embrutecido por los años de profesión y el deseo de seguir siendo el primero de todos, dejó de prestarle la misma atención y a utilizarla tan solo como otra herramienta de trabajo. Seguía confiando en que ella era la más bella, pero ahora le exigía que lo demostrara, en lugar de tratarla con mimo y afecto.


La marioneta, dominada por la tristeza y la impotencia, creyéndose solo parte de su dueño, le dejaba hacer, sin abandonarle, pero incapaz de dar el cien por cien de su poder. Él se enfurecía, porque notaba aquella falta de vitalidad que antiguamente derrochaba su alegría. No entendía que ella estaba triste por su causa, e intentaba que danzase con la misma frescura y el mismo arte que antaño, sin lograrlo.


Un día, el titiritero la vio llorar y se asustó. Se asustó tanto que, en su cobardía e insensibilidad, sintió deseos de esconderla para no percibir su dolor. Y eso fue lo que hizo, primero, convirtiendo aquella pequeña maravilla en solo un puñado de madera y harapos. Al contrario que en la historia de Pinocho, la marioneta fue relegada a lo que no era: un objeto sin alma.


Nada parecía poder sacar a la pobre marioneta del fondo del baúl donde yacía confinada. Ella creyó que no le importaba, y allí se quedó, inmóvil, marchitándose lentamente. Aún así, creía que aún estaba al lado de quien amaba, su querido impulsor, sin darse cuenta de que él había dejado de amarla hacía mucho tiempo.


Pero la vida suele poner las cosas en su sitio, cuando así lo merecen, y el arte de la marioneta no había sido olvidado. Quienes la habían conocido empezaron a echarla de menos, a reclamar su maravillosa presencia. El titiritero, después de tanto tiempo, ni se atrevía a mirar dentro de su arcón; pero oía las reclamaciones del público, y su trabajo se había resentido mucho sin la participación de su estrella y su musa. Su orgullo, desde luego, no le permitía reconocer ese hecho, así que, asustado y presionado, decidió dejar lo que quedaba de la marioneta y seguir su camino por otro lado.


Traicioneramente, abandonó el arcón con la marioneta dentro en mitad de una calle. Él siguió su camino, intentando volver a recuperarse con otros títeres, meros muñecos, que no lograban hacerle olvidar ni a la marioneta ni a su propia cobardía de dejarla tirada. Y, ¿qué fue de ella?...


En el mejor museo de artesanos del país, existía una exposición de autómatas. Eran las joyas más artísticas que se conocían; tan reales, que se dudaba de que, todas ellas, fueran engendros artificiales. La nueva adquisición se parecía mucho a la antigua marioneta. Quizás, oponían los que la había conocido, ésta tenía un leve rictus de tristeza en la mirada. Sin embargo, sonreía y se movía de una forma que hacía olvidar que se trataba de una creación mecánica. Su mágica danza hacía pensar que podría elevarse por los aires en cualquier momento, y trasportaba hacia la voluptuosidad y la paz del espíritu. Todos acudían a verla, y el dueño de la exposición estaba orgulloso y feliz de su hallazgo. Pero no era el propietario de aquella figura, es más: sabía que en cuanto intentara vanagloriarse de ella como de una posesión, la delicada artesanía se evaporaría tan misteriosamente como había llegado a sus manos.

Así se lo habían explicado quienes se la hicieron llegar, asegurándole que era un portento lo que ocurría con aquella talla. Parecía una autómata, pero no existía mecanismo alguno en su interior. Había llevado en sus manos y pies unos largos hilos de marioneta, pero ya no los necesitaba. Danzaba y regalaba sonrisas mientras se la tratara con esmero y respeto, pero era robada…, o desaparecía, en cuanto su anfitrión intentaba utilizarla de modo brusco o egoísta. Más valía respetar aquél precepto; ¿quién querría perder semejante talento y belleza?...Solo un estúpido.

4 comentarios:

Lola Sancho Cabrera dijo...

¡Qué bonito!

Lola Romero Gil dijo...

Muchas gracias, Lola

Marmopi dijo...

Una buena forma de asemejar el relato con algo tan real como el maltrato psicológico. Que igual los tiros no iban por ahí, Lola, pero ya sabes que yo interpreto lo que quiero, jejeje.
Me ha parecido preciosa la manera de describir los sentimientos de ambos (si es que era lo que querías en definitiva)
Un fuerte abrazo, guapetona mía ;-D

Lola Romero Gil dijo...

Buen análisis, Mari. Pero lo mejor de todo es verte por aquí,o por donde sea. Se te echa de menos, que lo sepas. ¡Gracias por ser tan estupenda y no olvidarte de mí!. ¡Venga ese fuerte abrazo!.

Publicar un comentario