“Le amo demasiado”, decía la joven paciente, manoseando las
lágrimas que resbalaban desde hacía rato por sus mejillas abotagadas de tanto llorar. Y Ana pensaba en la
convicción con la que sonaba esa frase, y en cómo sacar delicadamente a la
chica de la falacia. Hizo girar su sillón tras la mesa de despacho, y arrancó
una vez más un puñado de pañuelos de papel del envase; se los pasó a la chica
con indolencia, como sin querer ¿Porqué
todas pensaban de aquél modo?, ¿estaba en los genes, era un estigma de género?,
¿porqué se repetía el mismo dolor, el mismo
sin vivir, con diferentes rostros, gestos, edades?...Estaba harta de verlo en
la consulta; si no conociese la emoción, le parecería una exacerbación
neurasténica más. Un colega menos sensibilizado que ella se lo tomaría a risa.
Sin embargo, ella no podía culparlas, porque ella también lo había creído, lo de
amar demasiado.
Hubo un tiempo, allá en su otra vida, en que ensoñadoramente
pensaba: “¿Cómo puede quererse demasiado?, ¿acaso no es bonito amar mucho,
entregarse al otro, ser como uno solo?...”. La vida, que no su experiencia clínica,
tuvo que echarle a la cara que esas frases, además de huecas, eran abominables.
Ahora, sabía que el peor fallo, la más necia traición a uno
o una misma que puede hacerse, es lo de “entregarse al otro”. Significa
renunciar a quererse a sí mismo (o misma), alegremente, sentimentaloidemente
(que no tiene nada de sentimental, sino de ñoñería absurda) con la insana
pretensión de servirle, estar a su disposición, acatar la mayoría de sus
decisiones, fingir comprensión, satisfacer sus deseos antes incluso de que los
exprese. Lo que llamaban antes una buena esposa o un buen esposo, vamos…
¡Menudo error garrafal!, creer que amor es servilismo es como creer que amor
propio es egoísmo.
Eso pensaba Álvaro; “si me quieres, hazme caso”, “¿porqué me
llevas la contraria?, ¡luego dices que me quieres mucho!”… ¡Aquellas frases
sentenciosas, por Dios, cuánto la amargaron, cuánta culpabilidad callada,
cuánto sacrificio inútil!
Y, ¿cómo era lo otro?: “ser como uno solo”… ¿Cómo puede
pensarse que eso es amor? Amor es estimar al otro aun siendo distintos, incluso
precisamente por ser distintos. Amar es asumir las diferencias, hacerlas
coexistir mutuamente, reconocerlas y
pulirlas voluntariamente si es necesario. Pero nunca supeditarse a la idiosincrasia de otro. Dos personas no
pueden ser una, simplemente porque es imposible. Dos serán dos, o uno de ellos
no será nadie; ese es el precio. El que pagó ella por creerla, por creer en la
fuerza de esa frase estúpida, vacía, imposible.
Pero Álvaro no se cansaba de repetirla: “seamos como uno
solo, a partir de ahora”… ¡como él únicamente, claro! A eso se dedicó, como una descerebrada,
viviendo para el otro, por el otro, como el otro, sin vivir su propia vida, renunciando
a sus sueños y a sus deseos, cayendo sin enterarse en la anulación personal. Y
en eso mismo, se daba cuenta ahora, caían sobre todo muchas mujeres.
Volvió al presente con ese pensamiento. Miró con fijeza a la
mujercita que tenía enfrente, empequeñecida en su asiento a fuerza de cansancio y de derrota. Las
lágrimas parecían que no se iban a acabar, ¡cuánta energía desperdiciada! La
dejó llorar, aguantando el silencio, permitiendo que toda aquella emocionalidad
contenida se desbordara.
-Tu vida sigue- musitó al fin, casi como si temiese decirlo,
previendo la respuesta.
La joven alzó apenas los ojos anegados, brillantes y
enrojecidos sobre las pronunciadas ojeras de fatiga. “No vivo sin él”, repuso,
tercamente instalada en su dolor. Y Ana bajó la mirada y disimuló un suspiro
hastiado, antes de responder:
-No vives por él; vives porque tienes una vida que vivir. No
mueres por él; mueres en vida cuando vives la vida de él. Crees morir más
todavía cuando esa vida que no te pertenece se aleja…, y te deja a solas con tu
propia vida.-
El llanto se cortó con un hipido nervioso, al otro lado de
la mesa. Lo había dicho, algo que no debía hacer; otra vez, sus sentimientos
podían a la cordura profesional. Debía haber dejado que la chica sacara sus
propias conclusiones, que se calmase, que se desfogara… ¿Cómo contradecir todo
aquél océano pasional, embravecido, encegado por un romanticismo mamado por tradición? La
experiencia dictaba que era mejor dejarlas en el engaño hasta que el tiempo de
duelo pasara, hasta que las aguas volvieran a calmarse, hasta que lo veían,
¡pobrecitas!, y necesitaban por fin un brazo que las levantase. Era así, había
sido así en su caso…,”Nadie aprende en piel ajena”, decía su madre.
El romanticismo está muy bien en las pelis, para un rato,
para una noche especial que acaba con algo menos romántico pero más
excitante…Esa es la pura verdad. Pero todas, como zombis emocionales, nos lo creemos,
lo hacemos real, lo vivimos como impuesto como un privilegio.
La chica la miraba incrédula, paralizada. Frotaba sus pálidas
manitas, apretando los empapados pañuelos de papel.
-¿Cómo puede decirme eso?- susurró con súbita ira- ¡Hace un
año que se fue, y no puedo olvidarle!... ¡llevo meses diciéndoselo en estas
malditas sesiones, y usted no me ayuda nada!... ¿y ahora me dice que son
imaginaciones mías?- concluyó, escupiendo las últimas palabras.
Ana sonrió, conciliadora, aunque por dentro el corazón
bateaba enloquecido en su lucha feroz con la razón. Inclinó el cuerpo sobre la
mesa para acercarse un poco más a la paciente. La sonrisa le salía triste.
-Lo siento. No es eso lo que quiero decir. Sí, ha pasado un
año, y aquí estás… ¿llamas a eso no vivir? Es tu mente la que ha decidido que
mueras; no es amor, ni el dolor, ni tu ex novio…-
Otra vez; no era justo, no estaba bien, no era profesional,
ni…rentable. Pero allí estaba, su propio dolor, el cansancio de ver tanto
padecer inútil, nostálgico, absurdo ¡Deseaba tanto gritarles “¡vive!”, en esas
ocasiones!...
La joven se levantó con ímpetu de su asiento; estaba tensa,
los brazos estirados a los lados y las manos comprimidas en puños que deshilachaban
los destrozados pañuelos.
-¿Porqué no me ayuda con alguna pastilla que me calme este
sufrimiento, en lugar de escucharme en silencio nada más?... ¡Ahora lo entiendo;
usted es una amargada, una vieja amargada y cruel!- exclamó, antes de girarse y
salir airada por la puerta.
Ana se dejó caer sobre el respaldo. Cerró los ojos y acompasó
su respiración. La chica tenía razón: era vieja, vieja para entender aquella
pérdida de tiempo, de vida, por una concepción errada del amor. Era vieja para
soportar estoica el dolor ajeno, para sacar provecho de él, para mostrarse
calmada y amable y despedirlas con un “hasta la próxima”, cuando sabía que volverían
igual de perdidas, asustadas y envueltas en un mar de lágrimas. No era
amargura, eso no, ya no. Tampoco crueldad, por supuesto, pero… ¿quién era ella
para robarle a su paciente su excusa de sufrir?
Lentamente, volvió a abrir los ojos y se levantó para
recibir al siguiente.
2 comentarios:
Hola Lola,
Aquí me tienes enganchada a tus relatos y empujándome sin tú saberlo hacia los míos. A las 23: 36 ésta que se prometió que no leería en un portátil está pegada a la pantalla.
No dejes de escribir
Un abrazo
Joana
Gracias, Joana, por el mejor halago que se le puede hacer a alguien que escribe: que estás enganchada a la lectura y que eso te inspira a escribir a tí. Me alegro mucho, y me alegra que me lo hayas dicho.
Un abrazo y hasta prontito ;)
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