jueves, 22 de septiembre de 2011

El Maestro de Sueños


A veces, ella casi creía que el abuelo Antonio había sido un sueño. Un personaje mágico de la infancia, como el hada madrina, o el Ratoncito Pérez, con quienes había creído hablar de muy pequeña, en las duermevelas. De cualquier modo, era muy posible que le tuviera idealizado, pero el resultado, en su vida, era el mismo.

Cuando tenía dos años, el abuelo Antonio la sentó en su regazo y puso frente a ella el primer lapicero y el primer folio de papel pautado. No le dejó hacer garabatos de bebé, sino que guió su pequeña mano para formar las letras del abecedario. Antes que una cara de muñeco, aprendió a formar el círculo con “rabito” de la letra “a” minúscula. Fueron meses de ensayos ilusionados para aprender a escribir, como parte de un juego plácido, con la voz suave y cariñosa del abuelo susurrando indicaciones junto al oído, durante las serenas tardes de un verano barcelonés, perdido en el recuerdo.

Cuando, con tres años, llegó a su primera clase de párvulos, la maestra no quiso creer que ya sabía escribir. Fruncía el ceño la mujer, negando con la cabeza ante aquella niña terca y mentirosa que decía que ella prefería escribir en un cuaderno que rellenar de colores unas imágenes infantiles. La plantó de un estirón frente a la pizarra, le entregó una tiza, y le espetó agriamente un burlón: “enséñanos lo que sabes, venga”, ante la clase. La mano de la niña apenas sí alcanzaba el borde la pizarra y en su vida había visto un trozo de tiza, pero la movió sobre la negra superficie y consiguió formar una “n” pequeñita, diminuta, que hizo seguir de una “e”, torpemente enlazada y algo torcida, que a su a vez se unía, declinando peligrosamente hacia el marco de la pizarra, a otra “n” y una “a”. Con un suspiro de orgulloso alivio, se giró hacia la maestra de parvulitos y consiguió sonreír, aunque había estado a punto de llorar. Pero el rostro de la mujer seguía ceñudo, y mantenía los brazos en jarras, como si ella – la niña- hubiera hecho algo muy malo.

-¿Qué pone ahí?- preguntó airada.

Y, ella, mirando otra vez la pizarra, musitó con su media lengua de niña pequeña y confundida: -“Nena”, ahí pone “nena”, que soy yo-

Y la clase estalló en carcajadas; pero la maestra no volvió a regañarla, ni a ponerla en evidencia. Eso lo sabía ahora, aunque aquellas primeras incursiones en la escuela habían sido un martirio. A ella lo que le gustaba era sentarse junto al abuelo Antonio y practicar con él la escritura, con infinita paciencia; cada letra era una filigrana que se perfeccionaba lentamente, a fuerza de no apretar el lápiz, de medir los tamaños y cuidar de no torcer las líneas. También esas escenas parecían a veces un sueño.

A los diez años escribía sus propios cuentos, en los que las niñas cerilleras no morían congeladas de frío en la calle, como en el cuento de la radio que tanto la hizo llorar, y las princesas se volvían reinas sin otorgar sus tronos a sus apuestos esposos. Se los enseñaba a escondidas al abuelo, porque se moría de vergüenza de que sus padres vieran sus escritos. Él le guardaba el secreto, y hasta fingía que lo que veía era un dibujo u otro trabajo del colegio, por el que la felicitaba, sonriendo socarronamente, mientras el orgullo por la nieta se le salía por los ojos. Por él se animaban sus fantasías, nacían sus historias, se afianzaba en la confianza en sí misma. “No lo dejes, nena, lo haces muy bien”, le decía, releyendo una y otra vez sus escritos, prestándole sus libros, corrigiendo algún fallo.

Volaron los años de la infancia, entre juegos reales e imaginados, sueños de un futuro donde crear sería parte de la vida y nuevas experiencias que se abrían paso como a codazos. Y la figura del abuelo seguía siempre ahí, de fondo, como una presencia entre real y etérea dando apoyo.

Un día le preguntó: -¿Crees que podré ser escritora, abuelo?-

Él respondió, mirándola fijamente y con mucha seguridad en el tono: -Podrás ser lo que quieras ser-

Ahora, varias décadas después, entendía por fin que el abuelo tenía razón: siempre es uno o una lo que quiere ser, aunque crea que no es así. Él también le había aconsejado: “Pase lo que pase, hagas lo que hagas, no reniegues nunca de tus sueños; lucha por ellos porque así empiezan a ser realidad”.

Quizás no había sido escritora, quizás ni siquiera siempre fue feliz; pero tenía algo que había heredado del abuelo y que no la dejaba desfallecer: se sentía maestra de sueños. Él fue su maestro de sueños, y gracias a él siempre podía volver a sonreír.

8 comentarios:

María Sánchez dijo...

Emotivo y tierno, además de muy bien escrito.

Felicidades.

Lola Romero Gil dijo...

Muchas gracias, María. Creo que tú también sabes lo que es un "maestro de sueños"...,o maestra avanzada ;)

Besos.

Marmopi dijo...

Muy tiernito, Atlan. Da gusto leerte siempre. Al fin y al cabo, tú eres otra maestra de sueños: nos los haces llegar y con ellos disfrutamos.

Qué guapa es mi profeeeeeeee!!!! ;-)

Lola Romero Gil dijo...

¡Tú si que eres guapa,Marimarmo! :)

Gracias. Un besote inmenso.

Mª Carmen Callado. dijo...

Qué bonito.Me ha gustado mucho Eso de maestro de sueños. Todos podemos dibujar sueños, darles vida... y seguir soñando...y seguir creando...

Besos.

Lola Romero Gil dijo...

Hola,Lara!

Gracias por tus palabras. Me gusta verte por aquí. Tú también eres una soñadora, una creadora de sueños y bosques. Por eso me gusta verte por aquí y sentirte cerca.
Besos.

Anónimo dijo...

una historia :Sencilla ,hermosa y muy bien redactada , pero lo mas importante verdadera .
Te felicito realmente me a traído gratos recuerdos y dos lagrimitas , yo también conocía al abuelo Antonio. Besos : A. Romero

Lola Romero Gil dijo...

Gracias,hermano. Muchos besos.

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