domingo, 30 de octubre de 2011

Indignados e iracundos


El pasado sábado, 15 de Octubre, mientras millones de personas se manifestaban en todo el mundo, tuve un encontronazo involuntario con la intransigencia. Mi delito fue pisar a una señora de las que observaban el desfile, y ya tenía ella el ceño fruncido antes del pisotón, estoy segura. La causa de su enfado no la sé, yo solo pasaba por ahí, pero la cuestión es que pagué las consecuencias del verdadero motivo, por mi inoportuna intromisión.

Fue un pisotón pequeñito, de esos de soslayo, pero la señora se puso a llamarme de todo menos guapa, antes de que pudiera abrir la boca para disculparme.Y, aún así, le pedí disculpas e intenté calmarla, haciendo caso omiso de sus insultos, pero ella estaba desatada. Pronto me di cuenta de que, cuanto más pretendía explicarme y que se tranquilizara, peor eran entendidas mis palabras: si le decía que me había entendido mal, ella interpretaba que la llamaba “corta de entendederas” y si le pedía que recapacitase o insistía en que no era para tanto, contestaba que “no le vendiese motos” y que yo “la había agredido”. La ofuscación no suele tener oídos, pero lo peor es no querer dar marcha atrás y acabar despeñándose en el desfiladero del sinsentido.

Su desmesurada ira me hizo pensar que había pasado un mal día, que algo en aquél momento la disgustaba y no era el pisotón, o que era una altanera con muy malas pulgas y peor educación. Claro que, si esperaba una disculpa y que yo desapareciera en el asfalto de la acera, después del ataque verbal de que me había hecho objeto, debía sentirse bastante decepcionada; quizás ese fue el motivo de su rabia contra mí. Y es que una tiene la manía de que todo puede arreglarse y entenderse hablando; pero siempre me olvido de que, para eso, se ha de contar con la buena voluntad y el raciocinio de ambas partes y, si no es así, la insistencia no sirve más que para calentar los ánimos. No todo el mundo es capaz de dejar a un lado las exigencias de un crecido ego y reconocer que ha metido la pata y se ha extralimitado en las formas con otra persona, aunque sea el otro el que le ha dado un pisotón sin querer, y las debidas disculpas. Hay gente tan cabreada que saca su ira con quien menos la espera, y más si ese alguien le rebate sus argumentos. Y ni se dan cuenta, ni quieren admitirlo cuando se la dan.

Parece fácil aceptar una disculpa y acabar sonriendo cordialmente, pero el orgullo lo complica todo, cuando no se quiere bajar la guardia.

Haciendo un mal paralelismo, ¡qué diferencia con lo que ocurría ese mismo día en muchas ciudades de todo el planeta, donde multitudes pacíficas intentaban avanzar por ciudades colapsadas, codo con codo, y con la mejor de las voluntades! A todos esos, les llaman “indignados”, pero no pueden llamarles “iracundos”, que es lo que estaba aquella mujer. Todas esas personas reclaman lo que consideran sus derechos, con la serenidad, buenos modos y, al mismo tiempo, firme contundencia que es preciso. Otra cosa es que quienes tienen que oírles no lo hagan, pero ellos – que somos todos nosotros- están abiertos a escuchar si son escuchados. Lo que no es de recibo es que les lancen la caballería- o los antidisturbios- “por si acaso tienen malas intenciones”. La mala intención es de quien prejuzga, difama y se ampara en la respuesta del atacado para disimular su propia mala conducta.

Me temo que, como en mi anecdótico caso, los poderosos a los que van dirigidas las protestas por las injusticias que cometen, seguirán sin quererles oír; mucho menos comprender. Dar la razón al contrario, aunque la tenga, cuando uno se ha creído en posesión de la verdad y ve que se ha equivocado, es un ejercicio para personas nada ególatras y muy sabias, y no casa ese perfil con quienes, hoy por hoy, nos gobiernan y quienes les gobiernan a ellos. Es más fácil seguir en el error, mantener el tipo- o la poltrona- y achantar, menospreciar y marginar a quien puede hacerles sentir mal consigo mismos.

Quizás es que la locura colectiva se ceba más cuanto más alto se cree uno. Eso es lo que le pasaba a la señora a quién pisé, desde sus altos tacones de aguja…A lo mejor es que le apretaban los zapatos, y mi pisotón vino a empeorarlo. No lo sé, pero es una lástima que pasen estas cosas por un absurdo involuntario, el día en que la mayoría se había unido para reclamar en solidaridad y concordia.

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