miércoles, 28 de abril de 2010

Durmiendo con Carlos


Carlos se llama Carlos, pero para su gata es “el tipo grandote”; para más señas, “que me da de comer y me acaricia el pelaje”. Dicho así, podría dar lugar a muchas interpretaciones, pero quien lo piensa es una gata, no hay que darle más vueltas.

Carlos y su gata llevan juntos más de tres años, los mismos que la gata tiene de vida. Ella era un ovillito andaluz, cuando él la recogió y se la llevó a la capital. Se creía el hombre que la quería para que le hiciera compañía, pero fue casi al revés; ahora la gata le tiene a él cuando le necesita, pendiente de sus deseos y su estado de ánimo.


Se sabe ya el ritual diario; Carlos despierta, justo cuando la gata se deja caer de la cama y corre hasta su cajón acolchado, donde se estira y entorna los ojos dorados, como si aún durmiera. Carlos siempre cree que no la despierta al salir del cuarto. Después de desayunar él, aparece de nuevo, trayéndole el desayuno en su cuenco azul; ella se hace la remolona, para que los dedos humanos hurguen entre el pelo del lomo y le hagan cosquillas. Luego, bosteza largamente, estira el cuerpo y se zampa el contenido del recipiente sin pestañear. Él la observa con embelesado afecto, se da la vuelta y se va.

Carlos trabaja en casa, en un aparato que se ha hecho familiar para su gata, pero que al principio les trajo muchas complicaciones; a ella, porque su nivel de curiosidad gatuna se repartía entre aquél cuadradito oscuro que, de repente, se iluminaba con mil colores y el hecho de que jamás le permitieran acercarse; a él, porque ella se acercaba y lanzaba una patita atrevida contra la pantalla o el teclado al menor descuido. Una vez, se le escapó sobre el artilugio ese líquido caliente que debe dejar salir sólo en la caja de arena; la gata supo lo que iba a pasar antes de que el hombre saliera de la cocina y viera el desastre. Evadió por muy poco un palmetazo de la enorme mano de Carlos, corrió a refugiarse en la otra habitación, bajo la cama, y no salió de allí por más que el la llamara, hasta que le oyó roncar, sobre su improvisado tejado. Entonces, se arrastró hacia fuera, saltó a la colcha, y se quedó mirando al cuerpo durmiente hasta estar segura de que no iba a despertarse, para echarse a su lado, acto seguido,el lomo enroscado bien pegado a la espalda del amo.

Ya no suelen pasar esos deslices, y la gata se desentiende del aparato luminoso y el misterioso teclear. Mientras él trabaja, ella se tumba en el sofá, y le mira somnolienta o pasea por la casa. A veces, husmea por la cocina buscando algo para picar entre horas; en una ocasión encontró algo interesante bajo una esquina del frigorífico, tenía sabor a pescado, pero un poco rancio. Aquella noche, le atacaron unas terribles nauseas, y Carlos tuvo que cuidarla. Se pasó la noche entera junto a ella, sentado en el sofá, acariciándola y vigilándole cuando se adormilaba. Por la mañana, la llevó al veterinario, aunque la gata ignora que se le llama así, y le dieron a beber un líquido oloroso que le quitó los dolores. De vuelta a casa, obsequió a su dueño con una sesión de mimos y lametones, pero enseguida se aburrió y se escabulló a su rincón, donde se quedó dormida hasta la hora de la comida.

Hoy, la gata sabe que Carlos está preocupado. No es solo porque no deja de dar vueltas por la casa, sino porque así se lo dice el olor humano que él desprende y solo capta su olfato; es distinto, tenso, cargado de lo que reconoce como miedo y ansiedad. Está así desde que sonó el aparatito con el que habla a menudo. La gata, prudentemente, se ha mantenido apartada de él durante todo el día. No es como cuando les visitó aquella humana alta, cariñosa y habladora, que le robó el lado de la cama junto a Carlos durante unos días. Entonces, él andaba nervioso pero exhalaba olor a felicidad. Ahora, la gata sabe que no es el mismo nerviosismo.

Cae la noche, y el hombre sigue inquieto. El teléfono ha sonado varias veces, y ninguna parece haberle hecho reposar el ánimo. La gata sigue vigilante, en su rincón, agradeciéndole en silencio que se haya acordado de acercarle su comida, como siempre. Él no ha comido nada, ella lo sabe, y por eso le observa con felina preocupación. Al fin, un nuevo timbrazo rompe la tensión doméstica. Carlos se pone ha hablar, ignorando la atenta mirada de su gata. Ella huele de lejos las lágrimas, le oye resoplar, luego reír como poseso. Está por acercarse, pero espera.


Sobre el colchón, Carlos yace con los ojos abiertos. Aunque está a oscuras, ve también las dos rendijas brillantes que son los ojos de su gata, al otro extremo de la habitación. Ella se ha habituado a escucharle decir una repetida frase, ésta noche: “Todo ha salido bien, mamá”; lo decía mientras la tomaba en brazos, le acariciaba entre las orejas, y la abrazaba. Ahora, la gata siente como la tensión del ambiente va descendiendo, casi intuye como el sueño va venciendo los pensamientos del hombre. Él se siente más tranquilo por esas minúsculas dos brasas que rompen la negrura y le advierten de la presencia de su animal. Lentamente, se queda dormido y, entre sueños, deja caer gruesos lagrimones. Es entonces cuando la gata salta a su lado, se echa junto a su cara, y lame las lágrimas con suavidad, mientras le mira como una madre amorosa que vela a un niño.

6 comentarios:

Marmopi dijo...

Jo, cómo me gustaría tener facilidad para escribir y que no siempre sean tontadas que me pasan en primera persona. Pero bueno, perfecta no puede ser una :-D

Muy bonito, Atlan, y muy enternecedor.
Ah, y mil gracias de parte de mi Frodo.
La gata de tu relato se parece más a Piri que a Frodo, en esa forma de mimar, de observar, de sentir en definitiva, y de querer. Sobre todo a mí, siente por mí especial predilección este gordinflón rubio mío.

Un abrazo, reina!

Roberto Learsi dijo...

Ya tengo dos amigas, amantes de los gatos... a mi me gustan mucho los felinos, pero me identifico mas con el León... es mi preferido. Me gusta mucho tu forma de escribir, tu imaginación es prolífera. Hubiera querido dejarte un poema... pero... las ninfas que me inspiran quedaron en un bosque, animado, y me han dejado solo, y sin palabra..
Roberto

Lola Romero Gil dijo...

Mari, si es por eso,ya eres perfecta :))

Se lo dediqué a Frodo porque vi sus foticos en tu blog, y a Deunan que es la gata de mi amigo Aw...¡esa si se parece a la del relato!,jijiji.

Roberto, pues iremos para "El bosque" a ver esa inspiración,o a las ninfas :)

Gracias por leerme,no me cansaré de daroslas.

Mª Carmen Callado. dijo...

Estas gatas. Venus, la mía, está ahora mismo durmiendo en mi regazo mientras la noche me va invitando a prepararme para soñar. Otras veces, mira a la pantalla de mi ordenador y lee. Ya lo ha contado ella por el bosque cuando se siente orgullosa de ser una gata mimada y literata.

Como siempre, Atlán, me ha gustado.

El bosque está de lo más cuentista...jajaja.

Besicos.

Pedro Bonache dijo...

Hola, hola..., soy amigo de Lara y de Roberto..., por eso me atrevo a dejarte un comment.
Me ha encantado...., no se si es real, si es un cuento, si es un relato, no se si la gata también percibe tu olor..., pero está muy bien escrito, te has movido muy bien entre la mente animal y la humana, has hablado de olores que emananan de nuestro cuerpo y de como ellos los descifran, de nuestra cascada de emociones, muchas veces contradictorias y de como a ellos parece siempre envolverles cierta calma.
Relajante y ameno...., y genial el formato de libreta, aun le da mas veracidad, incluso humanidad.
Un saludin..., ¿mujer atlante...?.

Lola Romero Gil dijo...

Hola, Bicipalo, y gracias por pasarte por aquí...,y por los piropos a mi relato.

Tengo que agradecer a Lara y Roberto que tengan amigos tan amables,que espero sean los mios a partir de ahora :)

A tu pregunta, quizás sea mujer-atlante,y no me había dado cuenta,jajaja. Un saludito y ¡Bienvenido!

Publicar un comentario